/ Juan Sebastián Restrepo
Solo quienes son padres o madres conocen esos momentos fugaces en que nos encontramos realmente con nuestros hijos a través de una mirada, una sonrisa, caminando, bailando o jugando. Estarán de acuerdo, me imagino, en que esos momentos son la paga del inmenso trabajo de la paternidad y una de las grandes realizaciones en la vida.
Y precisamente por lo mismo habrán visto con qué inverosímil facilidad la cercanía se vuelve distancia, la comunión se vuelve aislamiento y extrañeza, y donde hubo miradas cómplices, tactos reconfortantes y alegría, se instauran ojos que se evaden, muros de piedra que se interponen, y emociones de frustración y resentimiento, de parte y parte. Cuántas veces no termina el idilio de la paternidad en un portazo, una pataleta, un doloroso mutismo o una rebelión abierta. Y, claro está, el sentimiento doblemente amargo de sentir que nuestro hijo sufre y nos rechaza al mismo tiempo.
Algunos se evaden del problema descargando a sus hijos en las fauces de una psicología experta en etiquetar lo que no está y evadir lo que sí está. Otros creen que la clave es más disciplina o una comunicación vehemente, controladora y obsesiva. Otros soltarán la rienda creyendo que el hijo necesita libertad. Pero la gran mayoría se lava las manos, resignándose a una mediocre impotencia parental. Son pocos, desafortunadamente, los que llegan a la conclusión de que, en el centro de todo esto, está la capacidad o incapacidad de conectarse con su hijo. Y son menos aún los que entienden que esta capacidad es un arte que puede desarrollarse.
Ya lo he dicho antes: si alguien me preguntara si existe una competencia decisiva para que los padres y madres se conecten con sus hijos diría que sí, que hay una definitiva y solo una. Más importante que saber hablar español, más importante que saber imponer buenas pautas disciplinarias, más importante que la psicología misma. Y esta competencia es el juego. Porque solo el juego es el puente que establece el verdadero vínculo emocional entre padres e hijos. Es lo único que nos permite entrar al mundo del niño, respetando sus imágenes, palabras, reglas, límites y emociones y, desde ahí, fortalecer la proximidad, la confianza y la conexión.
Todos los niños necesitan jugar. El indicador de que un niño tiene un alma sana no son nunca sus notas académicas, ni qué tan obediente es, ni qué tan entero se traga todo, ni que no tenga conflictos nunca. El indicador real e infalible de la salud mental de un niño es su capacidad de jugar. Porque jugar es su verdadero trabajo. Porque los niños expresan, conectan, contactan, sienten, actúan y aprenden cuando juegan. El juego es su verdadera manera de asumir los roles y habilidades de la vida y el escenario donde construyen la confianza en sí mismos y en los otros.
¿Quiere estar más cerca de su hijo, entenderlo mejor, ayudarlo a empoderarse? Entonces aprenda a jugar con él. Y no se preocupe si al principio es trabajoso. Entienda que a todos nos va tarando emocionalmente la vida, si nos descuidamos, y acepte que abrir el corazón de verdad es un privilegio de pocos valientes, entre ellos los niños que tanto nos confrontan con esa honestidad que mira de frente. Acepte sus límites y sus heridas y deje de esconderse en el trabajo, la seriedad o las responsabilidades. No diga “estoy ocupado”. Más bien diga que lo ha deformado la vida, que tiene el corazón cerrado, que mutilaron su imaginación. Y diga que le enseñen a jugar y le tengan paciencia al principio. Pero no se esconda. Porque si acepta el reto y las limitaciones, tal vez pueda volver a jugar.
Una vez acepte el reto de volver a jugar, aprenda a sentarse en el piso y a ensuciarse en sentido literal y figurado: vaya a su territorio, haga lo que a ellos les gusta, suelte el control, acepte la algarabía. Participe con toda la entrega, la estupidez, la ridiculez y el infantilismo que esto requiera. Y, por favor, no se cohíba cuando empiece a divertirse de verdad. Este es el mejor indicador de que está aprendiendo a jugar otra vez.
Practique sin rendirse, sostenidamente y le garantizo que no existe ni terapia, ni colegio, ni terapeuta que logre lo que un padre que sabe jugar.
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