En realidad, son penetrantes las miradas de todos los iconos bizantinos. Pero, en este caso, es especial la del Cristo de la cúpula central del Monasterio de los siglos XII y XIII, ubicado en las proximidades del antiguo santuario de Delfos, en Grecia, y que es, sin duda, una de las maravillas del arte bizantino, Patrimonio Cultural de la Humanidad de la Unesco desde 1990.
Por: Carlos Arturo Fernández
Pero no es Cristo el único que nos atraviesa con su mirada. De hecho, todos los iconos nos miran directamente, en un gesto tan definitivo que se constituye en una de las claves esenciales de la teología de las imágenes bizantinas. Porque, en realidad, no estamos meramente frente a una pintura, ni los criterios del arte occidental resultan válidos para enfrentar el mundo ortodoxo. Aquí la comprensión solo es posible desde un plano teológico, y el disfrute de la obra exige a cualquier observador recorrer ese camino, tanto si es creyente como si no lo es.
Por tanto, teología de la imagen y no solo historia del arte.
No entramos directamente al templo sino que accedemos primero a una especie de vestíbulo, el nártex, que nos prepara para el encuentro con Dios. Allí descubrimos algunas de las historias evangélicas más importantes: el lavatorio de los pies, la crucifixión, el descenso de Cristo a los infiernos, la aparición a los apóstoles tras la resurrección, la duda de Tomás.
Sabemos que la selección de esas escenas debe tener un sentido profundo; pero, de manera sorpresiva para la mirada del cristianismo romano, la crucifixión no es la imagen central del templo sino que se ubica en esta etapa preparatoria. En realidad, estos mosaicos del nártex solo crean el clima para el encuentro fundamental, que es el de un Cristo que se ubica en un plano suprahistórico.
Al entrar en el templo, la estructura arquitectónica y pictórica produce un doble movimiento en el creyente. En primer lugar, nos aparece el iconostasio, una especie de pared de madera recubierta de iconos que establece una división entre el área de los fieles y el recinto del presbiterio donde, tras una puerta y una cortina, el sacerdote desarrolla los ritos. En los iconostasios bizantinos siempre se encuentra a la derecha la imagen de Cristo y luego la de Juan Bautista, y a la izquierda la de María y la del santo al cual está adscrito el templo, en este caso, San Lucas, un ermitaño del siglo X.
Pero el iconostasio, al mismo tiempo que nos absorbe con sus imágenes magníficas, nos cierra el paso y, en un segundo movimiento, conduce nuestra mirada hacia lo alto. Entonces en el ábside, por encima del iconostasio, encontramos la imagen de María que, en definitiva, junto con los elementos de la arquitectura, nos anima a continuar hacia la cúpula, donde se revela la imagen más antigua y sagrada: la del Cristo Pantocrátor, que clava su mirada en cada uno de nosotros, de manera personal y concreta.
Es imposible rehuir la mirada de un Dios: quedamos atrapados en los ojos de quien así nos mira y con esa mirada define nuestra existencia. Entonces nos detenemos y toda la vida se resuelve en una absoluta contemplación, estática y silenciosa, sin tiempo ni movimiento. Ya no son las escenas históricas del nártex sino el Verbo mismo, el Hijo por quien todo fue creado. La mirada del Pantocrátor es el encuentro de la fugacidad de nuestra existencia con la eternidad que le da sentido y permanencia; y por eso no es necesario “hacer nada”: Dios basta.
Pero también la estructura arquitectónica revela un profundo sentido teológico. La iglesia del monasterio está construida sobre la cripta donde fueron depositados los restos del santo ermitaño. De esa manera, los monjes y los fieles que penetran en el templo viven sus creencias, literalmente, sobre la vida de los santos, de los mártires y de los antepasados, “montados”, por así decirlo, sobre quienes, como dice la oración, han precedido en la fe a la comunidad que aún peregrina sobre la tierra. Y sobre la iglesia peregrina se extiende el cielo de la trascendencia, representado en la cúpula, meta de toda la espiritualidad. En ese sentido, la arquitectura y la pintura traducen en imágenes la perspectiva teleológica de la comunidad cristiana, que camina en una dirección única que se identifica con Cristo, Señor del universo.
Tampoco hoy es sencillo llegar a Osios Lukas. El monasterio fue establecido en un medio aislado porque su finalidad no era el encuentro con los hombres sino con Dios, que habla siempre en el silencio y la soledad. Y, por lo mismo, el conjunto de los mosaicos no tiene un valor decorativo ni ninguna finalidad distinta a la de hacer patente, a los ojos de la contemplación de la fe, el sentido de la vida del creyente.
Quizá los hombres actuales, racionalistas y escépticos, somos difíciles de convencer y de convertir. Pero si miramos los iconos bizantinos como meras pinturas o como puras obras de la historia del arte, perderemos casi toda su profundidad conceptual.