A pesar del contrabando, la apertura económica y las acechanzas del narcotráfico, la industria envigadeña de lámparas -que iluminó a Colombia- todavía destella.
“Me di cuenta de que el arte del fuego es arte de demonios, eso es muy berraco: ver a esos tipos al lado de esa candelada tan berraca, cómo sacan la caña impregnada de una gelatina roja, hirviendo, y soplan con esa berraquera y otro está listo para cortar la bomba que se formó, para meterla a otro horno”.
Quien narra es Jairo Tamayo Jaramillo, hijo de don Alfredo y hermano de Humberto y Rodrigo, familia de empresarios de la cristalería en Envigado, y protagonistas de su lejano brillo: se llegaron a contabilizar hasta 40 negocios dedicados a la venta de todo tipo de lámparas y productos de vidrio y cristal.
A diferencia de la altanera Cristalería Peldar, que nació con vocación industrial, todos estos proyectos se forjaban en talleres artesanales. Los hornos de Peldar se apagaron a comienzos de 2019, luego de 70 años de trabajo armónico con sus “hermanas menores”. Tan opulenta ella, que ocupaba 70.000 metros cuadrados, donde producía todo tipo de envases, y hasta vidrio plano por estiramiento.
El cristal se obtiene con tres partes de arena muy purificada, dos de plomo y una de potasio (el fundente). El vidrio, con arena, cal y un fundente
Pero la primera que “sopló e hizo botellas” en Envigado, a comienzos de los años cincuenta, fue una familia Roselló de origen español, que montó la Vidriera la Española. Soplaban un vidrio muy artesanal, para producir bombas y figuras de decoración. Hacia 1962 don Pacomio Vélez Gómez (Pavezgo) también hacía vasos y copas; a él se debe la fama local en este arte. Entonces los hermanos Tamayo compraban las bombas (vidrio soplado) de La Española para decorarlas o tallarlas, y luego venderlas. Más tarde entendieron que esas incipientes lámparas exigían un herraje, de manera que montaron la fundición de bronce y aluminio para dar forma a candelabros, espejos, consolas y otros elementos decorativos. Así surgió la Cristalería Milán, en 1969, con un capital de 45 mil pesos. Después incursionaron en la fabricación de luminarias, faroles y postes decorativos, bancas y fuentes de agua para avenidas y plazas de pueblos, hasta casi cubrir el país.
El fuego, siempre presente en sus vidas, crepitó una tarde de 1975 en el pequeño local de los Tamayo en la carrera 43 con calle 31, para dejar solo cenizas. El papá, don Alfredo, les prestó con qué reconstruir su templo de cristal. Un año más tarde levantaron las instalaciones definitivas en un área de mil 100 metros, en la avenida Las Vegas, donde -reconoce- “tuvimos fama nacional”.
Pero candela fue lo que tragaron los hermanos Jairo y Humberto para sacar adelante su frágil emprendimiento porque, asegura: “Todos los que ensayaron montando fábricas de vidrio, fracasaron… era un paso muy grande el que pensábamos dar, pero no se pudo” …
Tiempos de esplendor
Relata que en la historia de esta industria fueron seis las empresas “grandecitas” en Envigado; algunas fundían, otras solo ensamblaban. Además de Pavezgo se consolidaron Bohemia e Induvidrio, entre otras. Los Tamayo llegaron a tener 90 trabajadores en todo el proceso: fundidores, talladores, armadores de lámparas…
Por cierto -relata- más que empresa, Milán era una escuela: llegaban obreros rasos, que nada sabían hacer. Aquí aprendían, formaban hogar, lograban techo propio y hasta medio de transporte. Hoy, los hijos de esta generación, profesionales, también trabajan en la hechura de lámparas, en empresas hogareñas.
Hubo tiempos de vacas gordas: llegaban compradores del Ecuador, de Venezuela y de todo el país: los paseos bogotanos a la costa incluían un pare obligado en Envigado para antojarse de bellezas luminarias. Es el relato de otro irrompible de ese arte, don Diego Jaramillo, de la Cristalería de Antioquia (41 años de trayectoria), uno de los nueve negocios que sobreviven en el sector de San Marcos.
Los Tamayo se dieron su roce internacional: con el apoyo de Proexpo participaron en una exposición mundial en Bélgica, que les permitió ampliar canales de comercialización. De esta experiencia quedaron muchas enseñanzas, nuevas ideas de diversidad de moldes y, lo más importante: empezaron a exportar.
Como anticipamos, en la nueva sede de la avenida Las Vegas, los Tamayo pretendían montar una fábrica de vidrio, soplarlo y producir artículos de decoración. “Nos metimos donde no cabíamos porque lo de vidrio, como se dice, ‘corta mucho´ y hubo un fracaso grande”. Por costos excesivos, no pudieron importar la materia prima requerida, y les falló un personaje que había prometido “igualar en calidad la producción europea”. Así que el sueño y la inversión se fueron, ahí sí, ¡al infierno!, casi grita don Jairo.
Y el fuego ahí
Una década más tarde, pero a partir de este tropiezo mayor, pareció que el fuego de los hornos se hubiese salido de madre para abrazar toda la empresa, representado en la siguiente seguidilla de adversidades, en los años 80: apertura económica, auge del contrabando, tendencia minimalista (adiós a las lámparas ostentosas: suficiente plafón y bombilla), sobrecarga abusiva de impuestos … “Ahí empezó el quiebre”, identifica el empresario. Y llegó la tapa: las acechanzas del narcotráfico.
Todos estos factores fueron bien conocidos en su momento. Poco, los envites de un poderoso señor de apellido Escobar, que mandaba razones para que le vendieran la mitad de la empresa. Afugias de los Tamayo para negarse y no morir en el intento. Luego, la llegada de segundones que cargaban camiones con los productos de la cristalería que a veces pagaban (al cabo de las quinientas) o se olvidaban, o cubrían la deuda con amenazas… Todo, porque los pillos descubrieron que en las reconditeces de las lámparas y demás artilugios de iluminación podían ocultar polvorosos contrabandos.
La suma de adversidades tuvo consecuencias: en pocos años pasaron de los mil cien metros cuadrados, con amplio espacio verde a la vera de la avenida Las Vegas donde exhibían el mobiliario urbano, al actual y simplificado segundo piso, de ciento setenta metros, donde ofrecen el resto de las lámparas que quedan; sobrevive un taller de reparación y adecuación de luminarias. Explica don Jairo que llegó un momento en que entendieron que era mejor negocio alquilar a terceros los locales donde trabajaban, que seguir fabricando lámparas. Además, dice, llegó otro golpe: “Estábamos cansados y no teníamos generación de relevo”.
Con razón el patriarcal cansancio: “Hacer empresa cuesta mucha amargura, mucho dolor; lo que pasa es que la gente lo ve a uno en su momento mejor, pero nadie sabe los esfuerzos y dificultades. Si volviera a nacer no me metería con ese negocio, ¡no sería empresario!”.
A su turno don Diego Jaramillo explica que también los costos del alquiler de locales fue golpe mortal para esta línea de negocio, pues a un propietario de local le va mejor alquilando para cocina o restaurante, que para ofrecer decoración.
Para los Tamayo Jaramillo son tiempos de fatiga. No como aquellos, a finales de la década del 50, de unos briosos e impulsivos estudiantes a quienes no les importó abandonar la carrera de mecánica industrial en el instituto Pedro Justo Berrio. La fiebre por el trabajo, la creatividad y la plata los lanzó al mercado. 46 años más tarde, el mismo instituto los llamó, los homenajeo y les entregó un simbólico título, refrendado por su experiencia empresarial.
A pesar de los golpes, la industria de cristal y lámparas de Envigado todavía destella, porque es arte sembrado con fuego en el alma de sus habitantes.