Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa
George Ivánovich Gurdjíeff atacó desde su enseñanza y, durante toda su vida, al automatismo humano. Según él, un hombre básicamente no difiere demasiado de un cerdo o de un perro a no ser que, a partir de un arduo trabajo de atención, logre superar los automatismos que lo gobiernan.
Por otro lado, sabemos desde la biología y la psicología que los seres humanos así como los animales tienen aprendizajes que se incorporan al psiquismo volviéndose automáticos y esto es fundamental para la supervivencia. Las emociones y los hábitos son algunos de ellos.
Piénsese en un hombre que ante la peligrosa presencia de un león se ponga a pensar si debe fugarse o no, el tipo de fuga que debería hacer, etc. Este hombre sería un tonto con un destino funesto. Lo que necesita para sobrevivir es la emoción del miedo para que lo alerte y lo ponga a luchar o correr de inmediato.
Pensemos por otro lado en el ruido constante de la calle que inicialmente se hizo insoportable y horas después se volvió parte del ambiente. Este fenómeno, conocido como habituación, consiste en que uno pierde sensibilidad ante algún tipo de estímulo continuo para que su presencia no sea perturbadora para nuestro funcionamiento vital.
Si tanto las emociones como los hábitos tienen raíces en profundos mecanismos de supervivencia; si necesitamos de automatismos para comer manzanas, hacer la digestión, elaborar duelos, defendernos del tumulto ambiental, ¿cuál es la crítica profunda que hace el gran maestro armenio de los automatismos humanos?
Su crítica fundamental apunta a que nos volvemos sus esclavos. Somos mucho más automáticos y reactivos que conscientes. Tenemos sistemas nerviosos casi milagrosos, pero estamos llenos de programas caducos y ausencias selectivas.
Nuestras emociones se desbordan generando epidemias de enfermedad mental, nuestra capacidad de anestesiarnos nos hace tolerantes con lo intolerable, nuestra capacidad de habituación nos hace ciegos e insensibles a las relaciones más importantes de nuestra vida.
Una cosa es la incomprensible y admirable maestría de un diestro artesano que no puede explicar ni la mitad de lo que sabe, y otra muy distinta la rabia crónica que vuelve tiránico, defensivo, ofensivo, castigador e inhumano a un gerente de empresa. Los mismo sucede con la insensibilidad y la inconsciencia que desarrolla una mujer co-dependiente de un esposo maltratador para poder soportarlo. Pero no vamos más lejos: peor aún es la habituación que como colectivo hemos hecho de la corrupción y la violencia, hasta el punto en que enaltecemos a criminales deplorables como Pablo Escobar, seguimos admirativamente novelas como “El Capo” y toleramos y perpetramos todo tipo de atentados contra la vida.
Gurdjíeff le consagró su vida a la atención y la conciencia. Su preocupación fue la de cómo habitar este presente e ir abriendo los ojos momento a momento para poder afirmarnos en la vida.
No le deje su capacidad de valorar y decidir a la trampa de los automatismos. No sea que sus lugares comunes se conviertan en ciénagas despobladas de lo que realmente vale la pena y habitadas por sorpresas desagradables.
No siga las mismas rutas, no de a su pareja por sentada, desconozca a sus hijos, bájese por lados distintos de la cama, rompa cartas y fotografías, cambie la decoración de su casa, regale o queme la ropa vieja. Desmantele sus hábitos preguntándose: ¿Para qué hago esto? Cambie las cosas que no son fundamentales. Deje el cigarrillo solo por el hecho de verse sin fumar, no se emborrache con aguardiente el viernes si es lo que siempre hace. Saque un momento para observar a las personas más familiares hasta que pueda verlas distintas desde una nueva curiosidad que las devuelva a la vida.
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Contra los hábitos y las costumbres
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