En 50 años enseñando a tocar este instrumento ha tenido tantos alumnos, en la academia y particulares, que le resulta difícil calcular cuántos son.
“El piano es de los instrumentos más difíciles, con un repertorio amplísimo que además requiere muchas habilidades, yo lo comparo con la práctica de un deporte a nivel profesional, exige en lo físico y en lo mental”. Esta exigencia es parte de lo que enamoró a Consuelo Mejía Vargas del piano desde niña, pues ella siempre busca dar todo de sí en las actividades que emprende.
Así, cuando al salir del colegio se fue de novicia al convento de las Salesianas, en La Ceja, le pidió a Dios que, si no servía para la vida de consagración, le mandara un mensaje tan fuerte que no le quedara duda. Clara y dolorosa, así fue la respuesta, pues su madre Margarita falleció a los 38 años, y siendo Consuelo la mayor de 11 hermanos –con el menor de apenas dos años–, debió regresar a casa para ayudar a su papá Roberto.
El piano siempre presente
Desde que una de las monjas del colegio La Presentación la sentaba a tocar piano toda la tarde a los ocho años, el instrumento siempre ha estado presente en la vida de Consuelo Mejía, pues incluso durante el noviciado bajaba los sábados a Medellín a clases en el Instituto de Bellas Artes con el maestro José Santa María Flórez. Este, seguro del talento de su alumna, y con el deseo de que no se desperdiciara, tras la muerte de su mamá, le consiguió una beca en Bellas Artes con su esposa, la italiana Ana Fiora Grassellini.
La pianista recuerda estos años con entusiasmo, fue por la época en la que se encontró con su amiga Teresita Gómez y con los maestros Alberto Correa y Mario Yepes, tiempos de búsquedas intelectuales, asistencia a conciertos en los teatros Junín y Lido y de exploración de libros y discos en la Librería Continental. Nutrirse para tocar mejor: “Como músico hay que tener una mirada amplia del mundo, enriquecerse cultural y espiritualmente”.
Por esos años inició también el conservatorio de la Universidad de Antioquia; allí Consuelo Mejía se graduó con el maestro Harold Martina, e incluso empezó a trabajar. Luego vino un período en Bogotá tras su matrimonio con Alberto Arias y su paso por la Orquesta Filarmónica de esta ciudad como pianista, el cual solo duró un año: su deseo de enseñar siempre ha sido más fuerte.
Una vocación inequívoca
El piano y la enseñanza han sido dos constantes. “El piano es un camino espiritual, es delicioso sentarse a estudiar, me ha permitido tener un desarrollo profesional y una satisfacción interna muy grandes; y enseñar me ha gustado siempre, desmenuzar los problemas de los alumnos, no resolvérselos, pero sí compartirles mis experiencias para ver cómo los pueden orientar”.
En Bogotá también tuvo la oportunidad de enseñar y a su regreso a Medellín –tras enviudar– se vinculó de nuevo a la Universidad de Antioquia, de donde se jubiló en 2017, si bien dice que dará clases hasta el último día. Cuenta que parte de su metodología y su camino como maestra los creó ensayando con sus hijos Margarita y Santiago.
Persistir sigue siendo su apuesta, que además resulta fundamental para la formación de los alumnos: “Paciencia, repetir, mirar desde otros puntos de vista, y no todo el mundo está llamado a ello, pero yo insisto porque creo que hay que darlo todo antes de abandonar. Igual lo aplico a mis alumnos”.