Carlos Andrés Fonnegra “Kastro” y Juan Carlos Fonnegra “Gambeta”
“¿Lees la biblia, Brett?
Pues tengo memorizado un pasaje que resulta apropiado para esta ocasión…”. Gambeta recita este diálogo de la película Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, que con emoción en sus labios expresa es su película favorita.
“Ese Samuel L. Jackson es el mejor, dizque recitando la biblia antes de matar a ese man”, complementa.
“Esa película me la puedo ver cien veces y no me canso”, replica Kastro, quien con su mirada serena lleva sus manos a su calva cabeza, dándole la razón a su colega.
“¿Y la tenés en español?”, pregunta Gambeta.
“Sí, pero en estos días vino un parcero y se la llevó”, responde Kastro, que parece entusiasmado para vérsela de nuevo.
Gambeta, de 28 años, y Kastro, de 32, son primos. Desde muy niños se mantenían juntos. Incluso ahora es difícil encontrarlos al uno sin el otro. Su niñez y adolescencia la vivieron en el barrio Aranjuez, en el nororiente de Medellín, comuna donde nacieron no solo temidos pistoleros y célebres borrachos de esquina, sino futbolistas, pintores, periodistas y escritores como Juan José Hoyos, quien inspirado en los boleros describió estas calles con su primavera de guayacanes y lindas muchachas en sus paseos de bicicleta.
Gambeta lleva una holgada camiseta roja, extra larga, del tipo de remeras que llevan puestos los raperos de Nueva York en los videoclips de la televisión. Una “z” grande se dibuja en su plexo y, en sus orejas, lleva dos pendientes plateados, uno con la letra A y otro con la Z, que son el distintivo de su grupo: Alcolirykoz.
Presentación de su reciente disco “Viejas recetas, remixes y otras rerezas” en Sampues
Kastro, en cambio, lleva una camisa a rayas y un pantalón caqui. Lo que más llama la atención en él es una chivera de varios meses sin afeitar que continuamente acaricia con sus dedos, sobre todo cuando se dispone a responder o entregar alguna profunda reflexión. “Yo por donde caminaba iba grabando imágenes, lo miraba todo, sabía que eso después me serviría para una canción”, manifiesta.
La habitación de la casa de Gambeta, el lugar donde suelen pasar el mayor tiempo cuando están por fuera de los escenarios, está llena de afiches de raperos famosos y fotografías del álbum familiar. En una de ellas se observa a Kastro, al lado de Gambeta, sacando la lengua cuando solo eran niños. “A pesar del tiempo, parece que seguimos siendo los mismos”, expresa Kastro, mientras sonríe.
En las paredes hay decenas de escarapelas de conciertos, una colección de gorras y una placa que reconoce a Gambeta como el mejor rimador en una competencia de improvisación hecha en Medellín años atrás. “El rap es una habilidad”, comenta Gambeta, que sabe que una virtud como esta la tienen pocos raperos.
Desde este pequeño cuarto, caminando las calles y empinadas colinas de la comuna, tomando cerveza en el parque de Aranjuez, viendo a borrachos metafísicos en una esquina depositar orín en los jardines, se convirtieron en testigos oculares de su barrio. Compartían los mismos gustos: primero por el fútbol, luego por las fiestas donde el sonido de los bafles retumbaba en los ventanales de cada cuadra, después por el nadaísmo y las lecturas del poeta X-504 y las Prosas para leer en la silla eléctrica, de Gonzalo Arango, y, finalmente, por el rap, que terminaría siendo su profesión.
“¿Cuánto tiene que estudiar un médico para ser doctor?”- pregunta Gambeta.
“10 años”, responde Fazeta, el tercer integrante y DJ del grupo, que los acompaña y permanece en silencio a su lado.
“Bueno, nosotros llevamos más de 10 años estudiando el arte del rap. También somos unos profesionales. Esto no es soplar y hacer botellas”, dice.
Vida y “lite-rap-tura”
El último trabajo que recuerda Kastro fue el de reparador de máquinas tragaperras. Un señor del barrio, que era propietario de estos juegos en Aranjuez, le dio empleo y él, con la misma astucia con que aprendió a rapear, se las ingenió para arreglarlas con cuscas de cigarrillo como repuesto.
Por su parte, Gambeta se había dedicado al oficio de la estampación. Desde pequeño tuvo habilidad para el dibujo y los baños del colegio Gilberto Alzate Avendaño fueron sus primeros lienzos; sus cuadernos escolares solían estar llenos de caricaturas y abecedarios de grafiti. Sin embargo, esto no era para él. Dice que siempre se empeñó en conseguir malos trabajos, para después tener una buena excusa para renunciar. “Yo soy muy malo para trabajar en lo que no me gusta”, expresa. “Al rap es lo único que le hago horas extras sin aburrirme”, sentencia.
El rap es un lenguaje y para entender el de Alcolirykoz es necesario haber vivido y recorrido las calles de Medellín, sus tradiciones y jergas de esquina. Incluso los términos de la abuela, como “muérgano”, que suelen usar en sus rimas. Su estilo se podría definir como “la literatura callejera que ni siquiera tocó Cervantes Saavedra”, como lo expresan en sus canciones.
“Yo vengo donde miseria y riqueza se reúnen a hablar del tiempo
de lo aburrido que son los lunes.
Donde la necesidad se consume con habilidad
pa´ que toditicos desayunen.
Donde el futuro amenaza
con hacer más discotecas, licoreras y almacenes que casas.
Donde la sexualidad se escapa
las únicas vírgenes que quedan en el barrio son estatuas,
una en cada esquina, cada esquina un aeropuerto
de vez en cuando un vivo, de vez en cuando un muerto”
(Canción: Mi barrio es mi estado – del álbum “Viejas recetas, remixes y otras rarezas”)