Como decíamos ayer…

Fray Luis de León. El agustino de letras que en un día como hoy, aunque distinto, inspiró esta columna. Sin saberlo. Ni él, ni yo.

Caí redonda en una de esas bancas duras, angostas y sin espaldar, y sentí la gloria.
La Gloria.

Afuera el termómetro marcaba 42 grados, del pavimento salía vapor; y turistas monos de chanclas que cargaban a cuestas sus morrales y las huellas del sol ardiente de agosto en sus pieles de red lobsters, abarrotaban la plazoleta del claustro antiguo de la Universidad de Salamanca.

Con los índices arriba, hablaban a los gritos –el zumbido que sentía en los oídos, supe después, era síntoma de lo que los españoles llaman “golpe de calor”; algo así como quedarse frito: ¡plop!, y ya-, tratando de ubicar en esa fachada repleta de figuras, la famosa rana sobre el cráneo cuya leyenda otorga la buena suerte a quien la encuentre.
(Creo haberla visto, mas no apuesto por ello; alucinaciones tuve varias.)

Al fin atravesé el sudoroso muro de contención que me separaba de la entrada y me colé al interior de las Escuelas Mayores, un segundo antes de que cerraran el portón. Y la vi, el aula. La banca también, en la parte de atrás. Estaba ahí, al otro lado de la puerta abierta, tosca y centenaria. Incómoda hasta más no poder. Pero, para mí, mullida sin comparación. (Nada como desmayarse sobre un tronco de madera.)

La Gloria.

El salón, austero. Como suelen ser los espacios castellanos: paredes blancas, piso adoquinado, techo alto y bancas en fila india. Al fondo, un pequeño púlpito y en la atmósfera fresca, minúsculas partículas de 800 años de historia.

Fundada en 1218 por el rey Alfonso IX, es la universidad más antigua de España. Y tiene una biblioteca, la General Histórica -fundada por Alfonso X, El Sabio, en 1254- que, además de haber sido la primera en su género, es ahora fuente inagotable de conocimiento para investigadores de todas las latitudes. A uno, simple mortal, no lo dejan entrar. Lo que natura no da, Salamanca no lo presta, dice el dicho.

Por sus salones de clase han pasado muchos ilustrísimos, conocidos o no para nosotros. Está Nebrija, autor de la primera gramática castellana, a fines del siglo XV; Unamuno, filósofo de la Generación del 98, a comienzos del siglo XX rector de la Institución. Están este, aquel…, y…

Fray Luis de León. El agustino de letras que en un día como hoy, aunque distinto, inspiró esta columna. Sin saberlo. Ni él, ni yo.

Fue en 1576, al volver de la cárcel de Valladolid, a donde lo habían enviado los dominicos, señores de la Santa Inquisición -por preferir la versión hebrea de la Biblia, según ellos-, cuando Fray Luis entró como si nada al aula que ahora lleva su nombre -¡sííí, la misma en la que yo pasaba la calentura!-, se acomodó en el pequeño púlpito del fondo, miró con detenimiento a los alumnos, suspiró hondo, y retomó su cátedra con las tres palabras más célebres de todo su legado poético y teológico: “Como decíamos ayer…”

ETCÉTERA: Hoy, con la fiebre periodística a 42 grados, tomo prestadas esas tres palabras mágicas: como-decíamos-ayer… Y siento La Gloria.

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