Tengo que empezar con una confesión: nunca, o solo parcialmente, he visto a Colombia. Me la he imaginado muchas veces, incluso cuando he estado en sus ciudades grandes y pequeñas, viviendo en Bogotá, caminando en Cartagena, volando en helicópteros sobre hectáreas de coca afuera de Tumaco. Supongo que uno, aunque haya vivido muchos años en un lugar, siempre se lo está imaginando.
Entonces, ¿cómo veo a Colombia? Hay dos formas de ver el país. Habría que ser serio y mirar las cifras. Colombia ha mejorado en mis casi treinta años. Cada año está mejor (cada año hay menos muertos, cada año más niños y niñas yendo al colegio, cada año más empresas y más artistas y músicos y cineastas haciendo cosas maravillosas). Entonces en eso, creo, Colombia está mejor, a pesar de lo que nos dicen algunos de nuestros políticos.
Creo, sin embargo, que Colombia no está bien en algo fundamental: en la conexión entre las expectativas de la gente y el desarrollo de sus instituciones. La frustración parece generalizada respecto al menos un punto importante: la gente duda cada vez más no solo de la utilidad o eficacia de las instituciones (cosa que está bien en una República, y que quizás incentiva que los servicios sociales sean mejores y que los funcionarios públicos hagan mejor su trabajo) sino que dudan de la legitimidad del sistema completo.
Esta duda sobre la legitimidad está conectada con la utilidad y la entereza de las instituciones y de los funcionarios, pero de existir (que es mi sospecha), podría tener consecuencias mucho más graves que simplemente no votar por un partido político o exigir una reforma a una institución (cosas que serían deseables).
La frustración con el sistema y con el mercado se traduce no sólo en el descrédito de las ramas del poder público y de los servidores públicos sino también en el descrédito del sistema político completo, y, también, del sistema productivo. El argumento, entonces, parece ser así: los políticos y las instituciones públicas son corruptos, por lo tanto, el sistema político es corrupto, lo que beneficia de manera injustificada los intereses de un número proporcionalmente pequeño de personas tanto de las élites políticas como económicas.
Así, la conclusión es que la República y el sistema productivo, si bien se justifican con la promesa de que propician y avanzan los intereses de la mayoría, se perciben, con mayor o con menor razón, como herramientas de dominación, como instrumentos para conservar intereses de clase eminentemente antidemocráticos y como barreras para un “verdadero” desarrollo.
Creo que la gente siente esto –que se está quedando afuera de los beneficios de la democracia y del capitalismo– y es ahí, en esa percepción (verdadera o falsa o medio verdadera), donde veo un riesgo acaso existencial para Colombia.
Es aquí donde veo tanto nuestro “patriabobismo”, digamos, como nuestro “momento Maquiaveliano” (uno de esos momentos en los que las comunidades políticas se enfrentan con el riesgo de que sus instituciones y sus valores o virtudes cívicas no aguanten los accidentes del destino y quiebren los órdenes establecidos).
Con “patria boba” me refiero a este estado de letargo institucional que está colmando la paciencia de la gente y que parece estar preparando el camino hacia una salida antidemocrática y antirrepublicana (mi gran miedo). Creo que mientras las clases educadas (de empresarios, de funcionarios, de profesores y de artistas) sigan permitiendo este letargo casi oligárquico (¡un solo empresario tenía en su nómina al procurador y al fiscal general!) y se mantengan en una calma chicha entre debates y rivalidades verdaderamente vanos (entre uribistas y los otros, etcétera) que sigue permitiendo los triunfos de líderes en el mejor de los casos mediocres y en el peor abiertamente criminales, la democracia y el desarrollo van a estar en peligro.
Aunque veo el progreso que mencioné antes, también veo un sistema que juega notoriamente a favor del lado de los ricos y de los poderosos. Haríamos bien en recordar que fue por un desbalance semejante entre los intereses de la mayoría y de las minorías que se hicieron y se justificaron la revolución y la independencia que nos crearon como país, y que proteger los intereses generales no puede ser una elección para nuestros políticos.
Así es como veo que hay ciertas preguntas que no nos estamos haciendo y que nuestros líderes políticos, económicos y sociales olvidan: ¿cómo debe ser el debate público?, ¿cómo vamos a proteger la biodiversidad y los recursos económicos de Colombia de una manera consistente?, ¿cómo nos debemos preparar para los cambios demográficos de la región?, ¿cómo podemos hacer que la gente más pobre se integre de una manera digna a la economía formal?, ¿cómo vamos a preparar nuestros colegios y nuestras universidades para el futuro?
Creo que en preguntas semejantes –y en las discusiones que propician– podríamos encontrar la vitalidad que necesita la vida pública en Colombia. Pero veo a nuestros líderes intelectual y moralmente diezmados, como sonámbulos que no saben a dónde están yendo y a dónde nos están llevando.
Por Andrés Caro Borrero