Un pacto firmado en verde y blanco

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La tragedia aérea unió a dos países, dos ciudades, dos equipos y dos hinchadas. Un dolor que es de todos

Foto Sébastien Herbiet

Por José Fernando Serna Osorio
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y Santiago Hernández

A los 19 años, Marcelo pasaba las noches en la playa, sin comer un solo bocado, esperando que amaneciera de nuevo para ir a entrenar al modesto Macaé de Río de Janeiro. Un año después se ganaba la vida de ebanista, y los sueños de futbolista estaban lejos de una final de Copa Sudamericana. Marcelo batalló, volvió a ser futbolista, pero sus sueños como campeón quedaron incompletos.
Marcelo, quien cumplió 25 años en agosto, y sus 21 compañeros de Chapecoense vivieron esa historia de mágica del equipo chico, que pasó en seis años de la cuarta categoría de Brasil, a la final de un torneo continental. Historias como la de Everton Kempes, llamado así en honor al goleador del Mundial de Argentina 1978, y su paso por más de 15 equipos antes de llegar en su primera final; de Bruno Rangel, quien llegó en 2013 a un club que se movía en un bus urbano como transporte, y que terminó dando de su dinero para quedarse y ser el goleador histórico del club; o Thiaguinho, el famoso chico de 22 años que solo cuatro días antes del viaje a Medellín supo que iba a ser padre por primera vez.

El hambre de Marcelo, así como la final de Kempes y los goles de Bruno, encontraron un lugar en Chapecó, una ciudad pequeña de 200 mil habitantes, dedicada a la agricultura y a los repuestos para neveras, y que tenía en su equipo de fútbol la única ventana hacia el mundo. Un club de nombre curioso, que en 2009 jugaba en la cuarta división de Brasil, al lado del Genus de Porto Velho y el Naviraiense, clubes con estadios más chicos que la Marte 1 de Medellín. En 2012 subió a la C, y cada año fue escalando hasta meterse a primera división. Luego vino la Copa Sudamericana, las victorias épicas y por último la final que los puso en un avión hacia Medellín. Era imposible no sentirse identificado con el pequeño David que retaba a un agrandado Goliat, con esa versión en batucada del tango Sueño del Pibe, con un equipo que antes del lunes 28 ya era un milagro.

 “Una especie de cuento de hadas con final de tragedia”: José Serra, Ministro de Relaciones exteriores de Brasil 
“Si me muero ahora, moriría feliz. Es todo lo que puedo decir ahora”. Esas palabras del entrenador Caio Junior, mientras lloraba y abrazaba a sus jugadores hace unos días tras eliminar a San Lorenzo de la Copa, son parte de esa historia feliz que se unen al destino trágico. El Verdao del Oeste encarna (porque lo hará por siempre) la historia del anónimo que va camino al mito, del humilde que roza la gloria, del pequeño que se quita los complejos ante los gigantes, del débil que se vuelve guerrero. “Guerreiros do Verdão”, como reza el nombre de su Torcida

Sentir de un pueblo

Pasaron 36 horas para que el UH-60 Black Hawk de la Fuerza Aérea, ese mismo que retiró en unas pálidas bolsas blancas los cuerpos de 71 personas, sobrevolara el Atanasio Girardot derramando miles de flores, como si esta fuera la manera de exorcizar una tragedia que sucedió en el patio de la casa de los antioqueños.

Ese dolor que vino del aire fue tan cercano a todos que, para los colombianos y especial para la gente de Medellín y el Oriente de Antioquia, fue como si en esa aeronave de la aerolínea Lamia, vinieran hermanos, primos o tíos. Fue un dolor que pegó en el alma y que despertó la solidaridad con un equipo como Chapecoense, la ciudad de Chapecó y un país como Brasil.

“Hay una palabra clave en esto y es la compasión. Todo el mundo se puso en el lugar de esas familias en lo que pudieron vivir, y nos toca mucho más, porque pasó en nuestra ciudad. Esto despierta conciencias con un suceso triste, pero que por primera vez en nuestra historia vimos familias, hinchadas y el fútbol unido en un solo color: el blanco”, dijo Isabel del Río, terapeuta experta en duelo.

Y es que no fue solo ver lleno el Atanasio Girardot donde todo sería una fiesta y terminó siendo luto. Fue la manifestación en Bogotá y el resto de las ciudades de Colombia, fue el silencio en todos los estadios del mundo, fueron los millones de mensajes en redes sociales y el sentir humano el que llenaron de resignación las horas posteriores a la tragedia.

“Este es un llamado del destino. Nos demuestra que siempre nos tenemos que unir para las cosas buenas y siempre propender que construyamos ciudad, país y convivencia”, agregó en ese aspecto Juan Carlos de la Cuesta, presidente de Atlético Nacional.

Uno de los últimos tres deseos de Alejandro Magno, El Conquistador, fue llenar el camino hacia su tumba de oro y las posesiones que ganó en la guerra, y que sus manos fueran al viento, por fuera del féretro. “Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para que todos puedan ver que los bienes materiales aquí conquistados, aquí permanecen. Quiero que mis manos se balanceen al viento, para que las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías, y con las manos vacías partimos”.

“Quizá no sea una casualidad que los colores de Chapecoense, así como los de Nacional, sean verde y blanco: esperanza y paz”, José Serra.

Nacional se despojó de los triunfos (o posibles) y de un trofeo que hoy carece de significado. Quiso en un gesto chico, pero de dimensión grande, ser más que el Magno. Y lo logró. Entre el dolor se siente la grandeza de un club. Una mirada con esperanza a este fútbol que en ocasiones nos abruma y nos aleja, que hoy nos alimenta esta empatía.

Por un día, por una semana, por siempre todos somos y seremos parte del mismo sueño truncado. #FuerzaChapecoense

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