Es la historia mil veces repetida en Castilla donde los hijos no salen del nido sino que lo amplían hacia el cielo
Mucho ha cambiado Castilla en los más de treinta años que han transcurrido desde que caminaba por sus lomas tomada de la mano de mis padres. Las calles rotas han dado paso a otras, igual de empinadas, pero nuevas y asfaltadas. Los andenes se han convertido en “corredores de vida” con guías para invidentes, jardineras y banquitos para descansar antes de retomar la cuesta.
Al campanario de San Judas le hace sombra hoy un altísimo edificio de apartamentos. En la “manga” de la 65 se levanta un Parque Juanes de La Paz en permanente actividad. Hay teatro al aire libre, ciclorruta y una Unidad Deportiva José René Higuita que honra al arquero insignia de su barrio.
Los picaditos de fútbol en las cuadras le han dado paso a deportes como el skate y el rugby, el cual se practica en una moderna cancha sintética. También hay un Centro de Integración Barrial, La Esperanza, donde se enseñan gratis oficios que ayuden a esquivar la pobreza.
Son tantas las novedades que quienes regresan recorren las calles como turistas perdidos en su barrio de siempre, que cambia pero mantiene su esencia, que mira a Medellín desde la altura de la montaña, bajo el cielo interrumpido por una maraña de cables. El barrio en el que se saluda anteponiendo un respetuoso “Don” o “Doña” al nombre del interlocutor y donde aún se sufre por la violencia y se baja la voz al hablar de ella.
Los Mondongueros, La 40, Los Bananeros, Los Lecheros, son bandas criminales que obligan a los comerciantes a pagar vacunas y, a los habitantes, a caminar bajo la tiranía de las “fronteras invisibles”. Por eso el Centro de Integración Barrial comparte espacio con un Comando de Policía que los vecinos ven con buenos ojos.
Y mientras unos ponen cara a la inseguridad, otros intentan curarla con educación y recreación para este barrio de 148.490 habitantes, la mayoría menores de cuarenta años, sobrevivientes de épocas violentas y herederos de una historia que no quieren repetir, como constata David Mora Gómez, director del Inder. “Cuando entregamos escenarios deportivos la gente se nos acerca y nos dice: ‘Yo no quiero que mi hijo viva lo que yo he vivido aquí’”.
También sigue siendo un barrio de madres cabeza de hogar que buscan oficios para sobrevivir sin dejar a los hijos solos, “porque se desvían por malos caminos y así no tiene cuándo acabar la violencia”, explica Celina Arias, de la Asociación Contigo Mujer.
Con sus más y sus menos, Castilla sigue en pie. Es un barrio que a veces teme, pero que siempre disfruta y mira al futuro. Quizás la descripción que mejor resume su estado de ánimo, la hizo —sin proponérselo— Yubar Arroyave, del Centro La Esperanza, en una conversación telefónica que sostuvimos entre el ruido feliz de la música y los cantos infantiles:
—¿Si oye esa bulla al fondo, que no nos deja casi ni conversar? Son los niños jugando. Jóvenes, gente mayor, todos los que vienen aquí se olvidan de los problemas y son felices.