En tiempos de pandemia, un bosque que surge del pavimento levantado, y dos obras de arte que recobran la belleza desde lo invisible y lo inerte.
Hola, hace mucho no te escribo. La virtualidad sigue tomándome cada vez más ventaja y el corazón necesita más momentos de desconexión.
Te escribo desde el bosque, una historia que empezó hace cuatro años para desaprender, deshacer pasos, y levantar mucho pavimento.
Las lozas eran pesadas, y se acostaban sobre una capa concentrada de gravilla. Poco a poco fuimos escavando hasta llegar, por fin, a tierra arcillosa. En este mismo lugar desde donde te escribo, se asentaban dominantemente los motorizados; no había posibilidad de vida para más que algunas plantas marginadas, que intentaban sobrevivir estirándose hacia la luz.
En estos tiempos de pandemia este micro bosque urbano se convirtió en nuestra maestra y musa. Aquí la vida y la muerte se aceleraron, mucho brotó, floreció y se descompuso. Además de que el trino de las aves se hizo más intenso, las hojarascas hicieron sus danzas, y el silencio tomó forma de esperanza.
Al mirar hacia abajo he podido escarbar y acercarme a las micorrizas subterráneas de este bosque, enredos de raíces de plantas y micelio de hongos, capaces de expandirse infinitamente e interconectarlo todo. Esto, también me ha permitido entender el funcionamiento de mi propio microbioma.
Sigo deshaciendo pasos y llevando mi atención a lo invisible, a todo eso que esconden mis pies, a lo húmedo y oscuro donde se despliega con tanta sagacidad el gran reino fungi. En las setas hemos visto grandiosas obras de arte; esculturas de todas las formas, con el poder de pulverizar troncos macizos y comer rocas. Hemos admirado la germinación de esporas en la paca digestora; la prensa de residuos orgánicos que genera el abono que nutre todo el bosque.
Ellos, los hongos, son los encargados de reciclar toda la vida en este planeta, son capaces de descomponerlo todo (¡hasta el petróleo crudo!). En el 2020, además de dar a luz a mi preciosa gema Ágata, seguí con atención dos obras: Bandada, de la artista medellinense Ana María Velásquez; y La Caída, de la artista cartagenera Ruby Rumié. Dos obras premonitorias para estos tiempos de pandemia, en donde lo invisible, lo inerte y la muerte recobraron el esplendor de la belleza.
Ellas crearon esculturas de vidas marginadas: gallinazos y palomas, recicladores vitales de nuestro ecosistema urbano.
En La Caída, Rumié dignifica el duelo de una paloma que fue atropellada por un veloz automotor y cayó en sus brazos, y en Bandada, Velásquez honra al gallinazo, creando esculturas con materiales reciclados, cepillos de dientes, bolsas plásticas de leche, y ganchos de ropa, que ahora -desde la basura- se convierten en nuestra nueva fauna.
Tanto Bandada como La Caída me hacen pensar sobre la sexta extinción masiva de la que tanto hablan muchos teóricos. Aunque me genera temor, por ahora seguiré deshaciendo pasos y levantando pavimento. ¿Y tú? ¿Cuál es ese pedazo de pavimento que siempre te has soñado levantar?