Hace poco hice un viaje de esos que podrían ser una metáfora. El relato entraría en el terreno de lo irreal, casi que fantasioso, pero, tal como la vida misma, esas historias profundas son las que nos tocan de verdad.
Me interné en la selva del Amazonas con un grupo de personas, cada uno con una maleta llena de expectativas y miedos. Hemos vivido en un mundo donde la naturaleza es el enemigo o, en el mejor (peor) de los casos, una colección de objetos y cosas que nos pertenecen y existen para ejercer nuestro dominio, y no el lugar al que nosotros pertenecemos.
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A medida que el río nos llevaba en contra de la corriente (y no precisamente del agua) a la espesura del monte, el corazón latía con más fuerza, porque a ese encuentro se va con miedo, más allá del que le tenemos a las fieras salvajes, a los insectos demoníacos o a los espíritus míticos… el encuentro con la naturaleza es, ante todo, un encuentro profundo con uno mismo.
El mundo natural ordena, la belleza y toda su fuerza mueve por dentro y eso se siente desde el primer momento. Tal vez no lo podrías explicar, pero sabés que algo está pasando, más aún cuando por lo general nuestro contacto con lo verde no va más allá de lo que llamamos de forma extraña “las matas”. La manigua te va devorando poco a poco, y en su digestión purifica tu ser, te devuelve distinto, no sé qué tanto dure el trance, pero creo que algo queda sembrado, una impronta profunda en el corazón: ese chacra se pinta de verde, se expande y se llena de fuerza y amor para compartir.
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Es entonces cuando el viaje se va poblando de metáforas, algunas llegan por los locales que viven dentro de estos enmarañados territorios y con sus cánticos narran las leyes de origen, tan ajenas y al mismo tiempo tan propias, cada una cargada de sentido y de mensajes que el espíritu comienza a comprender cuando le dejamos de interponer nuestra hipertrofiada mente. En la cosmovisión indígena el mito es el todo, porque es, no hay que tratar de interpretar, solo hay que sentir, algo que poco hacemos, sentir, e incluso preguntarle al otro cómo se siente.
En nuestro día a día como líderes nos han dado las claves en papers de Harvard, cursos en universidades y recomendaciones de autores consagrados expertos en gerencia, pero solo algunos de ellos -probablemente muy pocos- han logrado interpretar y transmitirnos la potencia y sabiduría de la naturaleza. En contraste, tenemos a nuestro alcance información valiosísima de las comunidades que entienden y viven en armonía con la naturaleza, que respetan y acompasan sus vidas con los ciclos naturales y que pueden enseñarnos y guiarnos en ese camino de reconexión que tanto necesitamos para poder reestablecer la armonía en el planeta.
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Salir de nuestra zona de comfort, frase que oímos muchas veces, definitivamente tiene que asociarse a estar de verdad incómodos, sentir algo de calor, tener que procesar más lo que nos dicen, experimentar la vulnerabilidad de nuestra ignorancia, el impacto de nuestro egoísmo y enfrentar el miedo a lo desconocido, para que demos espacio a la expansión de nuestra consciencia y veamos nuevas posibilidades, sintamos, sintamos mucho más y logremos por momentos dejar la mente a un lado y perdernos en una noche estrellada, llenarnos los oídos de los sonidos incomprensibles de la oscuridad y permitir que el corazón lata al unísono con esos que están en la misma sintonía, para co-inspirar por un mundo mejor.
Sue Stuart-Smith nos dice en su libro “La mente bien ajardinada”:
“La belleza del mundo natural, especialmente la belleza de las flores a veces puede ayudar a despertar o reavivar el amor por la vida”.
Y sí, necesitamos despertar este amor por la vida, ir más al monte, sentir la tierra, tocarla, apreciarla y maravillarnos con la belleza, que como lo dice en una canción Richard Blair, un loco que vino por unas semanas a Colombia y se quedó durante años enamorado de esta tierra:
“Linda manigua
belleza rara
belleza pura,
en mi se quedará
bella locura”.