/ Juan Felipe Quintero
Canadá no es potencia mundial del vino. Se ha dado a conocer por su icewine, que no he descorchado, no todavía, y que elaborado bajo cosechas entre el hielo, mediante uvas Riesling, Gewürztraminer y Vidal, ofrece una opción deliciosa para acompañar postres.
Potencias son Francia, España e Italia, por producción y exportaciones; potencia es Luxemburgo, donde, en promedio, una persona consume unas 66 botellas en un año.
Pero en Canadá vienen manejando un concepto de beber vino que me dejó con la boca abierta. Boca abierta, sin saber todavía si tendría aplicación entre nosotros.
Sin embargo, de observar y de interpretar el mundo es que aprendemos.
El concepto, que me lo explicó Ghislain Laflamme, dice que yo a mi hija, que está cerca de los 13 años, ya le debería haber enseñado a beber. Sí beber. ¿Y beber qué? Como me gusta el vino, pues sería vino.
No se tomen la cabeza con las dos manos, no tiren el periódico. Terminen de leer. Laflamme no es un hombre de estanquillos y parrandas, un hippie, un aparecido de caverna, que, sin escrúpulos, ha querido disparar ventas y adicciones. Es conferencista y juez internacional en concursos de vinos, con más de 35 años en el gremio, además abogado.
Sostiene que contrario a satanizar el vino, “la clave es el consumo hedonista. Mantener conciencia y control. Como el vino no nos afecta por igual, el secreto es que cada uno conozca sus límites”.
Ahora, enfocado en los menores de edad, Laflamme invita a los padres a que les enseñen a sus hijos no a beber por beber, sino por tener una conciencia de placer. Complejo ¿cierto? El también Embajador del vino en Québec, anota que a largo plazo esta mirada tiene un efecto en la seguridad en las carreteras, en la salud y en la disminución de la violencia. “Beneficia a las familias, a la viticultura, al individuo, es un tema de salud pública”, me dijo aquella vez que lo conocí en Bogotá.
A ver. Sí. Despacio. Cada que puedo, abro una botella. Nunca a solas, porque el vino es compartir. Nunca “pa’ dentro y por las ánimas”, porque no es rumba. Ni creo en el elixir de las dos copas diarias. Abro botellas, según la ocasión, para comer más rico, para acompañar los buenos momentos, con moderación. ¿Entonces la próxima vez sumo una copa para mi hija, para enseñarle?
Recuerdo a María Isabel Mijares, española, experta vitivinícola y alimentaria de Naciones Unidas, que cuando era niña en las fiestas familiares tenía gotas de Tempranillo en su tetero; recuerdo a Susana Balbo, presidenta de Wines of Argentina y elegida en 2015 como Mujer del Año por la revista británica The Drinks Bussines, que conoció el Malbec antes de saber hablar. Y pienso en el modelo canadiense de Laflamme. Solo tres ejemplos, todos vivos, libres y en paz.
Suena loco enseñarles a beber a los menores. Suena cuerdo tener carreteras seguras, mejor salud pública y menos violencia ¿Qué les aprendiéramos a los canadienses?
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