El escultor Luis Fernando Pelaéz: antes de que desaparezca el recuerdo

Próximamente la Galería Artes Dos Gráfico de Bogotá publicará "Del tiempo que pasa", un libro con poemas y obras del artista Luis Fernando Peláez, dos disciplinas de las que ha hecho una forma de vida.

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Una nota de María Isabel Abad* con fotografías de Alejandro Loaiza.

Le pregunto que si antes de su arte está la poesía. Me responde que está todo junto, la imagen y la palabra, la poética de las cosas, también la música. Esto hace que traiga a la conversación una idea que está sintiendo, porque el escultor Luis Fernando Pelaéz siempre le ha hecho caso a las ideas que siente: ahora quisiera hacer una película.

“Espero que de la obra salga algo que pudiéramos llamar una película, una imagen que coja movimiento”.

Va dando puntadas para la primera escena. “Mi infancia transcurrió en zona cafetera, en Jericó, y allí fue demasiado el asombro que me produjo la catedral, las campanas, las casas con sus patios. Creo que fue una gran fortuna haber conocido al caballo. Así fui entrando en la noche, en el río piedras”. 

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  • ¿Con quién iba?
  • Iba solo.   
  • Soy el menor de una familia de 11 hijos. Y pasé una infancia solitaria.  Además de los caballos, fui muy amigo de mi perro Crispín. Él me ayudaba a cuidar mis tesoros. Una caja de 72 colores y los mapas de las montañas. 

La trama – y la vida – continúan: “Estudié arquitectura en La Universidad Pontificia Bolivariana. Apenas terminé, empecé a dibujar espacios interiores y luego cogieron volumen. La escultura salió del plano y se volvió una casa. Mi vida como escultor se inicia con la casa”. Se hace un corte y la cámara hace un paneo por sus dibujos que prefiguran sus casas. Pero como su vida es un ir y volver, regresamos al pasado.

“Tan pronto terminé la carrera, me fui buscando imágenes por los museos del mundo, pero la más poderosa de todas fue el día que mi papá me llevó en tren a Puerto Berrío. Tenía ocho o diez años. Recuerdo el olor de la carrilera, los nombres de las estaciones: El Hotel Magdalena, El Limón, El Túnel de la Quiebra”. 

La cámara pasa rápidamente por todas estas estaciones ya acabadas para enfocarse después en las maletas que crea y que evocan el viaje: “…a ellas yo les pongo un peso, son difíciles de trasladar en el espacio. Pero a la vez también las hay ágiles, pequeñas, como la vida. Encontré en los objetos unos portadores de memoria muy valiosos. A veces me demoro para sentir la fuerza del material, por ejemplo: el blanco que habla de ausencia o el oscuro que persigue la noche”. 

Luis Fernando Peláez se vale de objetos para hacer sus esculturas: tipos antiguos de una litografía, maletas que interviene con fotografías suyas. Si su obra fuera una ciudad, dice que sería Lisboa.

Esa oscuridad cerrada en la escena se va matizando con la entrada de un poco de luz que hace que aparezcan las sombras.

“Pienso que en todo lugar hay algo que debe escucharse… la sombra. Todo, todo está impregnado del paso de los días, de los instantes. ¿Te imaginás un objeto sin sombra? Ahora estoy pensando en la tragedia de las cosas. En la fragilidad de la naturaleza, que somos naturaleza. Como los árboles, que aún perdiendo su fuerza, conservan la serenidad de la sombra”. 

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Siguiendo sus palabras, la cámara encuentra, en una escultura suya, la sombra que proyecta un árbol sin hojas, que resiste, tenazmente, el viento que lo arrasa. En esta película exprés suena el viento, anticipando la lluvia que de repente aparece. “La lluvia tiene otro tiempo, el de la evocación. La escultura siempre ha perseguido el espacio, pero a mí me parece que el espacio reclama tiempo y me interesa mucho hablar de lo efímero. La lluvia habla del agua y el agua habla del río”. 

Yo creo que todos tenemos un árbol aquí (se señala el corazón) un perro, una lluvia, un charco, una niebla. Cuando se advierte que hay un momento fugaz aparece una comunicación con el otro … Me gusta la palabra fugaz.

Así vuelve la cámara al río, a un río primordial que se desliza en su memoria y el plano se cierra en un novillo, en otra de sus esculturas, que sortea con dificultad esa superficie líquida que tanto sabe representar y que va en la búsqueda, nunca al encuentro, de la otra orilla…. “La otra orilla es el lugar que está siempre al otro lado. Me gusta mucho perseguir la idea del sur, como destino del viajero. Porque el sur tiene magnetismo”. 

  • ¿Podría ser la infancia?

Sonríe. 

  • Sí. Esa es un poco la otra orilla

Suenan fados. 

Pasan más escenas que hablan de las barcas, del dibujo y su elocuencia, de su inspiración en el Neorrealismo italiano y en la Nueva Ola francesa, de las bienales, de los hijos, de las nietas, de su amor -María Cristina Freidel-, de los amigos, del lago de peces al lado de su taller y de las plantas que lo acompañan.  

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Y después de estas secuencias, el plano se cierra en su cara y en especial en su sonrisa, en donde aún se asoma el asombro de la infancia, mientras hace esta  declaración de artista:

“Esto que uno persigue como la memoria es intangible, es volátil, es lo que llamamos leve. Hay cosas que arrastra el río, el viento y eso solo lo puede nombrar la obra de arte. Yo creo que hablo de la muerte y de la desaparición de las cosas para hablar de la vida. Para hacerle siempre un canto a la vida”. 

*[email protected]

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