En el Museo Universitario de la Universidad de Antioquia, la cerámica gana espacio con tres nuevas exposiciones. Hablamos aquí de la maestra Anita Rivas, a quien se le rinde homenaje.
La delicadeza de cada pieza resulta un goce para los sentidos. Provoca tocar, seguir sus líneas, palpar sus texturas. La obra de Anita Rivas tiene la fuerza de sus manos. Vasijas, calabazos, trompos y caracoles guardan el secreto del tiempo, del misterio y del silencio que hay en el trabajo de taller.
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Anita, así le gusta que la nombren, es una mujer de más de ochenta años cuya mirada clara no ha perdido el brillo de la juventud. Ella sonríe fácilmente. Una pregunta le da la oportunidad de contar una anécdota. Es una narradora natural que ha sabido hablar con sus manos. Cuando observó la exposición en el Museo de la Universidad de Antioquia, se emocionó. Ella no había visto el montaje final y al llegar a la sala, este 7 de abril, día de la inauguración, sintió una especie de arrobo. Estaba también feliz por exponer al lado de dos jóvenes ceramistas, cada uno muy distinto y con un lenguaje muy personal: Andrés Monzón y Carlos Vera.
Sus cerámicas están expuestas en la gran sala del primer piso y en el corredor del segundo. La mayoría las donó al Museo. Estudió en el Instituto de Artes Plásticas, que luego se convirtió en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia, y guarda un agradecimiento profundo por la institución. Por eso tituló esta exposición Retorno.
Ella habla de pátinas y engobes; de esmaltes, resinas, relieves y pastillajes (técnica Mishima); de los riesgos de la mono cocción, del experimento, el ensayo, el error y el acierto.
La maestra recuerda que, en su tierra natal, Andes, los indígenas de Cristianía vendían sus cerámicas en la plaza. Allí, se extasiaba con sus ollas y collares, con sus dibujos y colores. Ella aprendió viéndolos quemar a fuego abierto y comenzó a fabricar sus propias ollitas. Desde entonces, siendo muy niña, amó las piezas en barro.
Una aguja da la bienvenida a los visitantes de la exhibición. Hay también unos caracoles a los cuales casi que se les siente el sonido del mar. Anita ha amado los fósiles marinos. Y, como una “venganza” por la prohibición en su niñez de jugar al trompo, hizo una serie de estos objetos que para ella son totalmente simbólicos. Incluso, la línea del hilo es como una metáfora de la vida, es como el espiral, uno la sigue y es tan sutil, tiene tanta plasticidad, que sorprende su delicadeza. Sus líneas en otras piezas son como figuras precolombinas. Siempre laberínticas, su recorrido lo lleva a uno al punto de partida, nunca se cruzan.
La artista contempla sus manos pequeñas y fuertes y dice que con ellas amasó y amasó. Cada obra está hecha a pulso. Rollo a rollo, uno tras otro, forman una calabaza o una totuma. Hay exhibido un pequeño cerdito que simboliza lo que ha atesorado a lo largo de la vida. Cuando lo vio, ella lo tomó de manera amorosa. “Elaborar piezas en rollitos es poner el alma en el barro”, explica.
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En el Instituto de Artes Plásticas, en 1958, su primer maestro, quien la inició en los procesos “racionales” de la cerámica, fue Jorge Marín Vieco. A él le siguió Argemiro Gómez, con quien comenzó a sentir el calor de la arcilla, a descubrir sus secretos. Aprendió a amar el barro, su “espiritualidad”, la belleza de las formas y su lenguaje. Y, con su otro gran tutor, Jorge Isaza, descubrió la técnica, el oficio, en su plenitud. “Fueron mis grandes maestros, a ellos hay que rendirles un homenaje”, dice ella agradecida por sus enseñanzas.
Si bien no fue buena dibujante, sí tuvo una gran capacidad para darle vida a las formas tridimensionales. Sus obras son como esculturas en cerámica. Cada una de ellas, en esta exposición, habla en solitario y, al mismo tiempo, conversa con sus otras piezas. Además, hay un diálogo con las propuestas de los otros dos expositores: Carlos Vera y Andrés Monzón y con las obras de la Colección de Antropología del Museo.
“En los ancestros está la semilla”, dice ella, mientras explica que casi toda su obra está compuesta por series que surgen de una investigación profunda. Precisamente, ese conocimiento del material le ha permitido hacer algunas innovaciones. “Cada obra nace de un largo proceso. No sé cuánto tiempo invertí en cada una desde que la imaginé hasta que salió del horno”. Soñaba -sueña aún- con las figuras ya acabadas. “Yo veía esas formas girando en mi mente”. En su taller les entregó su propia verdad. “El trabajo en cerámica es algo sagrado”, dice, como marcando un compás con el origen del material: la tierra.
Aquí, señala Mauricio Hincapié, curador de la muestra, hay una memoria en la que confluyen tres aspectos: “la mujer ligada a la tierra; la pasión, ligada al fuego y la constancia, ligada a la cerámica”. Es la conjunción de la tierra, el agua, el fuego y el aire.
Anita Rivas, quien además de docente inició la Escuela de Cerámica en el Instituto de Bellas Artes, dice que todo es muy sencillo, muy básico. Es, tal vez, la complejidad de lo simple. Detrás de cada obra hay un conocimiento hondo y una sensibilidad que se desborda con sabiduría: “mi trabajo es del alma”, afirma, mientras advierte que hay algo místico y poético. Es como una comunión que requiere recogimiento y abstracción.
Renacer de la cerámica
Óscar Roldán, director del Museo Universitario, aseguró que hay un renaciente interés por la cerámica. Por eso, se abrirá un laboratorio. Anita fue invitada a conducir unos talleres. ¡Volverá a dar clases! Y esto también la hace feliz. Seguro sus alumnos también lo estarán. Hay mucho por aprenderle.
A los jóvenes ceramistas les dice que amen el material. Que investiguen y experimenten, que respeten el oficio. Que corran riesgos, que aprovechen las fallas después de la quema. “Hay también belleza en el error”.
Sus manos están cansadas. Amasaba hasta cuatro kilos de arcilla, con chamote y agua. Y eso, durante casi seis décadas. Sin embargo, es posible que en estos talleres realice alguna pieza para sus alumnos.