Al menos nos queda la ternura

“Disculpad, guerras lejanas, las flores que hay en mi casa”.

Wislawa Szymborska

Desde hace días vengo preguntándome por aquello que nos puede mantener de pie en este tiempo de tanta desazón. Qué nos puede ayudar a mantener el pulso constante, a no ceder ante las ganas de bajarnos del mundo, como decía Mafalda. Y cada tanto aparece en mi mente, tímida, la palabra ternura. Dudo de ella. Ha sido tan despreciada, tan infantilizada, tan trivializada, que entiendo por qué le avergüenza asomar la cabeza. Yo misma la he asumido como debilidad y la he mandado al fondo del cajón, donde están las palabras que no quiero utilizar. No quiero ser mansa. En un mundo gobernado por la estupidez, no quiero permitirme ser ingenua.

Pero esta palabra ha levantado la mano varias veces y algo me dice que hay que recuperarla. Intento entender de qué se trata, de qué hablamos cuando hablamos de ternura. Porque estoy segura de que no son los videos de perritos en Instagram –que son lindos, sí, pero no son más que anestesia–, ni las palabras dichas en diminutivo, ni los ositos de peluche. Hemos asociado la ternura con la melosería, con lo algodonado, con lo inmaduro. Y creo que hemos sido injustos. La ternura tiene que ser más que eso.

En mi búsqueda por darle la oportunidad a esta palabra, voy al discurso que leyó la escritora polaca Olga Tokarczuk cuando recibió el Premio Nobel de Literatura. En él, explica la relación que encuentra entre la ternura y su oficio. “Cuando escribo, tengo que sentir todo dentro de mí. Tengo que dejar que todos los seres vivos y objetos que aparecen en el libro me atraviesen, todo lo humano y más allá de lo humano, todo lo vivo y lo inerte. Tengo que observar detenidamente cada cosa y persona, con la mayor solemnidad, y personificarlas en mi interior, personalizarlas.

Para eso me sirve la ternura, porque es el arte de personificar, de compartir sentimientos y, así, descubrir infinitamente similitudes”.

Y dice algo poderoso: “La ternura es la forma más modesta del amor. (…) La ternura es espontánea y desinteresada; va mucho más allá de la empatía. Es, en cambio, la convivencia consciente, aunque quizá un poco melancólica, de un destino compartido. La ternura es una profunda preocupación emocional por otro ser, su fragilidad, su naturaleza única y su incapacidad para soportar el sufrimiento y los efectos del tiempo. La ternura percibe los lazos que nos conectan, las similitudes entre nosotros. Es una mirada que muestra el mundo como algo vivo, viviente, interconectado, cooperando consigo mismo y codependiente”.

¡Me gusta tanto esa reivindicación de la ternura! No encuentro debilidad ni mansedumbre en ella. Al contrario. Veo resistencia, entereza, en el reconocimiento del otro, en la mirada que se detiene, en la consciencia del cuidado, en la percepción de la coexistencia. No se deja apabullar quien desobedece al mandato de la rabia y opta por defender lo simple, lo que queda en pie.

Decido, entonces, abrir el cajón de las palabras desechadas. Ahí está, como un pájaro aturdido, la ternura. La tomo con delicadeza para no estropearla. Espero a que recupere el movimiento, a que abra los ojos despacio hasta que la luz no la incomode. La veo respirar profundo, como si tomara impulso, y pienso “está lista”. En mi mente le pido perdón por haberla despreciado y la llevo a la libreta de apuntes. La pongo junto a la belleza, siempre tan buena compañera.

Veo las noticias, las siempre malas noticias, y me estremezco. En el momento aparece frente a mi ventana la mirla que había estado escuchando sin poder verla. Disfruta las bayas que le ofrece la piracanta. Se queda un rato comiendo, como si dijera “mírame”, y recuerdo el comienzo de un poema de Wislawa Szymborska: “La realidad exige / que también se diga: / la vida sigue”.

Viene la lluvia. Los perros la huelen y se acurrucan a mi lado mientras escribo una frase más. Al menos nos queda la ternura.

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