Es común leer sobre los beneficios de compartir la vida con animales. Que son una buena compañía, que reducen los niveles de estrés, que favorecen la vida social. Y, aunque todo esto es verdad, también es cierto que puede ser abrumador adaptarse a las nuevas rutinas y responsabilidades que trae consigo una mascota. Hace ocho meses vivo con un perro, y este artículo es un intento por comprender, desde distintos puntos de vista, lo que ha pasado conmigo ahora que soy responsable de su cuidado.
El 14 de agosto Andrés se levantó temprano. Se tomó un tinto, leyó un rato y antes de las ocho volvió a la cama entusiasmado. Me propuso que nos fuéramos a Guarne, a dar una vuelta y a conocer “la fundación”. Así habíamos empezado a llamar a Hablemos por ellos, una fundación que rescata animales de la calle y que seguíamos en redes sociales.
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Llevábamos ya varios meses -tal vez años- pensando en adoptar un perro, pero siempre habíamos llegado a la conclusión de que sería mejor después: cuando tuviéramos una casita de campo, cuando hubiéramos regresado de un viaje que aún no hacemos, cuando las condiciones económicas fueran más favorables, en fin, cuando estuviéramos listos.
El asunto es que ese sábado, a pesar del frío y una lluvia fuerte, nos fuimos para Guarne y más o menos a las tres de la tarde estábamos subiéndonos al carro con un perro mediano, pecoso, de colita y orejas caídas, que no sabía para dónde iba. En una vereda cualquiera paramos para comprar un arnés y un poquito de concentrado. Compramos los platos para el agua y la comida, y en la casa improvisamos una cama con dos cobijas viejas. Actuamos como nunca lo hacemos, fuimos impulsivos. Nos llevamos un perro a casa sin estar listos. Lo llamamos Chiripa, y sí, era un golpe de suerte, tal vez para él, tal vez para nosotros.
Los primeros días fueron lindos, la novedad, pero luego la situación se hizo abrumadora. Aparte de los cambios en el día a día, yo empezaba a adquirir un nuevo estatus que nunca había querido. Una vecina me felicitó por mi “nuevo hijo”; en su primera consulta, la médica veterinaria se refería a nosotros como “papás” y en la clínica veterinaria el nuevo paciente quedó registrado como Chiripa Kronfly. Comencé a sentir que el asunto me sobrepasaba. Y, más allá de lo que dijeran los vecinos o la veterinaria, era real que yo, que decidí no tener hijos, de pronto era enteramente responsable de una vida que depende de mis cuidados.
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Me he decidido, pues, a intentar entender de qué se trata todo esto. Parece que hacemos parte de una tendencia cada vez más creciente en occidente y tal vez nos decidamos a aceptar que hemos conformado una familia multiespecie. “Este término ha sido una mezcla de muchas disciplinas. La filosofía, el derecho animal, la psicología y la sociología han tenido que ver con esta nueva interpretación de esa relación que se está empezando a reconocer en nuestra sociedad”, me explica Juliana Barberi, directora de la Corporación Raya.
Países como Austria, Alemania, Suiza, Bélgica, Francia, Portugal, Canadá y Nueva Zelanda reconocen a los animales de compañía como integrantes de la familia. Este año España se sumó a ese listado de países que ha dejado de verlos como objetos, mientras Francia anunció que, a partir del 2024, estará prohibida la venta de perros y gatos en tiendas, y así reconoce que no son “ni juguetes, ni bienes, ni productos de consumo”.
Estoy de acuerdo, no son objetos, y debo decir que para mí tampoco son algo que se puede vender y comprar. Y, a la vez, coincido con Juliana Barberi cuando dice que “no son hijos porque no son seres humanos y realmente lo valioso es eso, que son perros. No es necesario adjudicarles la etiqueta de hijos para valorarlos como se tienen que valorar”.
Mientras escribo esto, Chiripa viene a la habitación donde tengo mi escritorio. Se acerca, me huele, me mira como si quisiera confirmar que sigo aquí. Yo lo saludo, le acaricio el cuello y él, que parece satisfecho, se va a tomar el sol en el balcón. Me gusta pensar que los dos sabemos que nos acompañamos y así encajo en lo que dice el argentino Marcos Díaz Videla, investigador en antrozoología: “A partir de las interacciones íntimas con sus animales, los dueños comienzan a considerarlos individuos únicos, empáticos, con mente, con capacidad de retribuir, y conscientes de las reglas y roles básicos que rigen la relación”. Es decir, se crea un vínculo que se parece mucho al que establecemos con individuos de nuestra misma especie.
Han pasado ocho meses y es evidente que lo que ocurre en esta casa supera el sentimiento de responsabilidad por esa vida de cuatro patas que ahora vive con nosotros. Hemos establecido nuevas rutinas, adaptamos nuestros horarios para garantizar que él tenga siempre un buen tiempo de juego y actividad en el día, nos lo llevamos con nosotros de paseo y poco a poco ha ido ocupando todos los espacios de la casa. Ya no se trata sólo de compromiso, tenemos que decir que se trata de amor, y nos atrevemos a decir que esa colita que va y viene cuando nos recibe, habla de un sentimiento en doble vía.
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La psicóloga Cecilia Díaz me explica lo siguiente: “Somos mamíferos. La información que tenemos como especie nos lleva a sentir la necesidad de hacernos cargo de algo o de alguien, especialmente a las hembras, y las mascotas han empezado a suplir parcialmente esa necesidad”. Felipe Bravo, médico bioenergético, me da una explicación más técnica que yo resumo -y espero no equivocarme- en que los que él llama “proyectos de cuidado”, como las plantas, los animales, incluso los emprendimientos, pueden activar en nosotros la misma energía que la maternidad o la paternidad.
Es así como he empezado a aceptar que en algunos círculos -en el parque, por ejemplo- yo sea “la mamá de Chiripa”, que nos digan que somos muy buenos papás o, por el contrario, que alguna vez nos hayan dicho que tenemos que ser papás más relajados. No, no somos papás, pero entender un poco cómo funciona este vínculo me permite ser más flexible al respecto.
Cecilia Díaz hace referencia a la empatía como una posible explicación a este “nuevo” tipo de relaciones que nos pone en el mismo nivel a humanos y animales no humanos. “Posiblemente antes, los humanos reconocíamos el sufrimiento sólo en nuestra misma especie, pero ahora estamos viendo que en las otras especies también hay sufrimiento. Entonces esa empatía que sentimos por los animales nos lleva también a su cuidado”.
Tal vez por esto ahora optamos por educación para nuestros perros, en vez de adiestramiento, y lo hacemos usando refuerzos positivos en lugar de castigos físicos. Ya no buscamos ser “el líder de la manada” ni hacerlos obedecer por temor, sino crear un vínculo de confianza en el que perros y humanos disfrutemos la compañía mutua. Es cierto que todavía muchos animales son abandonados y maltratados, y que los albergues están llenos de perros que alguna vez fueron regalos de navidad, pero me alegra saber que hay una tendencia a reconocerlos como seres que merecen respeto y cuidado.
El día que adoptamos a Chiripa estaba lloviendo y hacía mucho frío. Cuando entramos al corral en el que estaba él, muchos perros salieron a saludarnos, saltaron, ladraron, movieron su cola con la energía de un ventilador. Él permaneció en su lugar, acostado en forma de bolita y cuando se calmó el alboroto se acercó a Andrés y le lamió una mano. Desde ese momento hay un vínculo claro entre ellos dos: juegan y pasean como amigos. A mí me ha costado más afianzar ese lazo, he tenido que trabajarlo, pero sé que ha crecido. Hasta podría decir que ahora ve en mí una figura de protección.
Me da alegría cuando pienso en esa vida que cambiamos. Entre el corral frío que compartía con casi veinte perros y la cama cómoda y caliente que ahora tiene hay una diferencia enorme. Pero solemos pensar solamente en cómo nosotros cambiamos la vida de ellos y se nos olvida reconocer cuánto cambia nuestra vida cuando la compartimos con un perro. “Cuando, inconscientemente, los primeros seres humanos decidieron domesticar a los lobos de su alrededor, cambiaron el curso del desarrollo de la especie”, dice Alexandra Horowitz, especialista en comportamiento animal y cognición canina, en su libro Mi perro y yo, y agrega que esa relación es “algo que ha mudado el devenir del Homo sapiens”.
Hoy al final de la tarde fuimos al parque. Observé con más atención que otros días sus movimientos, su interacción con otros perros. Lo vi bajar sus patas delanteras y dejar la nalga levantada moviendo la cola de lado a lado para invitar a otro perro a jugar. Lo vi saltando como un cervatillo entre las hojas altas del jardín. Lo vi correr rápidamente y me preocupé cuando pensé que se había raspado una rodilla cuando otro perro le interrumpió la carrera. Jugó con Maggie y saludó a Petra. Miró las copas de los árboles buscando ardillas. Se alejó de nosotros y regresó esperando un premio por responder a nuestro llamado. Hoy es, sin duda, un perro con mucha más confianza que cuando entró a nuestra casa por primera vez. Sabe que está con nosotros y me gusta pensar que siente que esta es su familia. Por mi parte, ya no hay ninguna duda de que lo quiero en mi vida para siempre, con todo y las dificultades que traiga. No sé qué clase de amor será, pero elijo la certeza que me dan las palabras de Alexandra Horowitz: “Ya nunca más irás sola por la acera”.