Con el descaro y atrevimiento que solo dan los años, dedicaré este espacio a una vivencia íntima y sus contundentes lecciones acerca del tema trasversal de mis reflexiones: la noviolencia y la convivencia.
Alguien afirma que amar es cuidar la fragilidad del otro como si fuera propia, y es precisamente lo que confirmo después de dos cirugías de columna. La primera fue muy riesgosa y la segunda tremendamente dolorosa. Entre ambos procesos pasé 24 horas en UCI y 10 días hospitalizada. Todo lo referido al cuidado es, sin ninguna duda, la suma de múltiples y variados oficios de paz. Entregar confiados nuestra vulnerabilidad a quienes nos cuidan en un hospital con todo el conocimiento, la experticia y el afecto, y saben comprender el porqué de nuestras incertidumbres y miedos, se vuelve un bálsamo curativo que trae serenidad y confianza.
Me fue posible hacer la travesía por un dolor intenso y permanente, que no se sabía que existía porque rompe el techo de lo sentido y percibido hasta el momento, gracias a la respiración consciente y dirigida al punto neurálgico. En esos momentos en que uno cree enloquecer y dan ganas de llorar casi a gritos, llega como mantra meditativo la toma de aire lenta, larga, profunda. Primero hasta el estómago, para luego expulsarlo despacio, también largo y relajante por la boca, pero visualmente dirigido al punto más doloroso. La práctica repetitiva y serena va trayendo un maravilloso control y dejando el dolor en un nivel soportable. Esto que intento poner en palabras es una verdad obvia para quienes están entrenados en esas artes referidas a la respiración, la meditación, el yoga, pero para los seres humanos básicos, burdos, elementales, como yo, es un emocionante y auténtico descubrimiento. Y no es que ingenuamente diga que “¡fuera medicación!” porque puede controlarse completamente el dolor a punta de autocontrol y respiración. No. Eso tal vez lo logre un gran maestro. Lo que quiero decir es que la suma de buena medicación más respiración dirigida y consciente nos hace mejores pacientes.
Cuando estamos en la lenta recuperación de una enfermedad o intervención quirúrgica es bueno, sano y alentador tener claro que el dolor no es una línea continua de más a menos, sino más bien una especie de marea con mar agitado y olas altas, pero también con marea baja y olas apenas perceptibles para que recuperemos el aliento. Entender ese ciclo del ir y venir como pendular, ayuda a mantener el ánimo y a no confundirse con el supuesto de que, si vuelve el dolor, se retrocede en la recuperación. No funciona así y es bueno saberlo.
La palabra paciente viene del latín pati, patior, sufrir, el que padece, y en ella se juntan elementos concretos, reales, medibles respecto al dolor con otros más abstractos y variables según cada individuo, como la forma de percibir y sentir, los temores, los juicios, el estado de salud general. Debe ser por eso que no es lo mismo estar enfermo que sentirse enfermo. Lo verdaderamente conmovedor es que existan los médicos tratantes, las enfermeras, los camilleros, los cocineros, que juntos dan forma a un completo y complejo círculo virtuoso. Su arte y oficio, insisto de paz, está en dolerse del dolor del otro y acompañar, comprender, apaciguar y ayudar a sanar. No se imaginan esos sanadores y cuidadores lo que significa para uno como paciente, entendido como quien padece, el bálsamo casi mágico que logran con su sonrisa afectuosa, su reacción benévola, su explicación oportuna. La tarea nada fácil que emprenden a diario en jornadas humanamente imposibles por su extensión es tratar de aliviar, no solo el dolor real, sino también el padecer que varía dramáticamente de una persona a otra.
Es en el estado de padecimiento del dolor más alto donde es más clara y contundente nuestra fragilidad y vulnerabilidad. En ese techo de dolor se pierden fácilmente el autocontrol, la autonomía, la independencia de criterio. Es por eso por lo que necesitamos tanto de los otros para que con su voz de aliento nos rescaten, nos abracen, nos acompañen, mientras cruzamos esa especie de desierto, de salar, donde nos sentimos inmensamente solos, con miedo y angustia inexplicables. Se necesita por tanto de altas dosis de empatía y compasión para ponerse en los zapatos del otro, del que sufre. Imposible no recordar esa imagen de la antigüedad griega donde, mientras los enfermos permanecían en sus espacios de recuperación, los cuidadores les hablaban desde orificios en el techo para darles ánimo, explicarles qué estaba pasando y ayudarles a mejorar. Me refiero específicamente a los santuarios en honor a Asclepios, dios de la medicina, en Pérgamo y Epidauro. Si en las clínicas y hospitales se es generoso con la palabra y la escucha, será posible mantener el espíritu en alto y la actitud positiva por parte de todos, incluidos los cuidadores, y se confirmará que eso solo no sana, pero ¡ay, sí que sirve!
Cuando vivimos la experiencia de estar hospitalizados en clave de sana convivencia, tema central de esta columna, tendremos en alta estima la información clara y oportuna acerca de reacciones de nuestro cuerpo, posibles efectos, sensaciones, porque de esa manera sabemos qué puede pasar, y el miedo, reacción natural a lo incierto y desconocido, no se presentará. En cambio, si esa información no llega en el momento necesario, nuestra loca de casa, la imaginación, ajusta falsos supuestos, alimenta el desasosiego, y es fácil que el ataque de pánico aparezca con fuerza. A más información, más profesionalismo, confiabilidad y postura ética por parte de los médicos tratantes y la red de apoyo para el cuidado, más serenidad, confianza, seguridad y comodidad de parte de los pacientes.
Ser un buen paciente tiene dos caras. Por una parte, nos permite entendernos a nosotros mismos porque pasamos por todos los estados de ánimo que disparan reacciones diferentes, a lo que agrego que es necesario entregarnos confiados a quienes saben qué hay que hacer, sin intervenir. Como quien dice, no estorbar sino más bien entregar el control. La otra cara de un buen paciente es comprender que cada una de esas personas que nos acompañan en la hospitalización está viviendo sus propias batallas, angustias y hasta dolores físicos, y deben estar disponibles minuto a minuto para responder con atención, responsabilidad y simpatía. Tienen, entonces, igual que nosotros, derecho a la fatiga, a cambios en sus emociones y al legitimo deseo por terminar su guardia agobiante para irse a casa a descansar y preocuparse un poco por sus asuntos personales.
Una vez nos dan de alta y retornamos a nuestro espacio, son los miembros del círculo familiar y relacional íntimo quienes continúan como nuestros cuidadores amorosos y serán testigos de los pequeños pasos en nuestra recuperación. Da casi risa la emoción sincera como advertimos que ya pudimos girar nuestro cuerpo en la cama sin ninguna ayuda o grito de dolor, que podemos ir al baño sin monitor que nos acompañe, o que nos duchamos solos y ya logramos vestirnos sin ayuda. Esa capacidad de emocionarnos con lo obvio, lo simple, lo que antes era casi mecánico, debería ser la actitud de vida que mantuviéramos siempre para ser cada vez mejores y más felices personas.
Esta reflexión está dedicada a todo el personal del sexto piso de la Clínica El Rosario de El Poblado y al Dr. Edgar Fabián Manosalva y a todo su equipo de competentes colegas de cirugía.