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Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa | ||
Armamos mentalmente, y de forma compulsiva, escenarios donde nuestros miedos y expectativas puedan desfilar libremente, repitiendo ese pobre argumento que tenemos acerca de lo que somos. Asfixiamos de forma constante el poder del instante y de lo nuevo.
Creemos que pensamos constante y compulsivamente para conocer o vivir mejor. Pero se trata de repetir una y otra vez la misma trampa íntima de nuestro ego: perseguir y evadir. Es el resultado de traicionar la vida en pos de una historia ficticia que nos contamos hasta las náuseas en nuestros diálogos mentales: la pobre y repetitiva historia de nuestra identidad egóica. Algunos creen que el más verborréico, con el lenguaje más articulado, el vocabulario más extenso, la colección de títulos académicos más representativa y el discurso más elaborado es quien más se acerca al conocimiento. Sé que el lector podrá quedar desconcertado con mi planteamiento; tanto mejor si es el caso. Pero lo cierto es que en el balance de las masas, el número de tarados con altos coeficientes intelectuales y sobresalientes títulos profesionales es creciente y alarmante. La razón es simple, no necesitaré ecuaciones, ni largas disertaciones: nuestros sentidos permanecen cerrados, nuestra atención es débil y no nos damos cuenta de lo que tenemos al frente. Entre nuestra desatención y nuestra torpeza sensorial, perdemos el contacto con la principal y la primera fuente de conocimiento: el darnos cuenta de lo obvio, lo inmediato, lo que está a la mano. En una conversación, por ejemplo, pensamos en los significados, pero no vemos los gestos, las modulaciones del cuerpo, la musicalidad de la voz, la forma en que se suceden los sonidos y los silencios, las tonalidades de la piel, los movimientos y ritmos. Tratamos de explicar todo con retorcidas y falaces especulaciones, pero desatendemos el mensaje directo que constantemente recibimos de todo. Y lo peor de todo es que nos comemos el cuento. Pero el asunto es todavía más grave. No nos damos cuenta ni de lo que auténticamente llevamos por dentro: la rabia, el disgusto, la fatiga, la tristeza o el asco, entre otras. Vamos poniendo nombrecillos, escogiendo delicadamente eufemismos e inventando excusas para tapar ese gran hueco de inconsciencia que cavamos por pasar por alto lo obvio. Nuestro cuerpo habla, nuestra alma habla, pero nosotros no percibimos sino que tapamos el mensaje con nuestro pensamiento compulsivo. Así que la primera invitación en esta columna es a que se de cuenta simplemente, observando lo obvio, de qué tan alejado está de sus sentidos. Una vez se de cuenta y se alarme un poco, lo invito a que trate de jugar con ellos en sus situaciones cotidianas: la audición, el tacto, el gusto, el olfato, la vista. Meta los diferentes sentidos en sus interacciones, deje por momentos su loca verborrea mental y observe que pasa. Tal vez se asombrará de cuanta información logra captar, adentro y afuera de usted. Si hace muy bien el ejercicio posiblemente lo calificarán de clarividente o brujo. En todo caso creo que se dará cuenta de cuanta razón tiene la canción de Bajo Tierra que dice: “pensar es tener los ojos enfermos”. |
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