Hace poco hablaba con un amigo sobre un amigo suyo y, para referirse a él, usó una expresión que me llamó la atención: “se ablandó”. En el momento nos reímos, pero creo que en el fondo sabíamos que esas palabras encerraban algo de admiración. Tal vez los dos compartimos una idea: si con el paso de los años no nos hemos ablandado, aunque sea un poco, en algún momento tendremos que reconocer que ha sido un tanto en vano nuestro paso por la vida.
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Nuestra cultura reconoce en la dureza una actitud de admirar. Manifestar afecto, emocionarse, ceder ante algunas diferencias, elegir el silencio antes que la confrontación no son más que señales de debilidad. Y aquí vinimos a triunfar, a mostrarnos felices, a tener cosas, a hablar más duro que los demás, a alcanzar el éxito antes de los treinta, a escaparnos de la soledad, a cubrir el aburrimiento con el alboroto. Y entonces vamos todos por ahí envueltos en un caparazón que nos protege de cualquier asomo de fragilidad, porque desde niños tenemos algo claro: el nuestro no es un mundo para blandengues.
Sin embargo, creo que hoy optar por la fragilidad es un acto de valentía. Hace falta fuerza para conmoverse, para reconocer la belleza en el otro y en lo otro. Para deshacernos de la rudeza con la que nos tratamos a nosotros mismos, para perdonar y hacer las paces. Para pensarlo dos veces antes de comprar algo, para comprender que muchas de las cosas que queremos realmente no nos hacen falta. Para quedarnos callados antes de golpear con una palabra. Para disfrutar la soledad, para hacer menos ruido, para comer más despacio. Para escuchar más, para confiar más. Para estar dispuestos a perder alguna vez.
¿Se imaginan un mundo así, con más gente blandita? ¿Si fuéramos más como el amigo de mi amigo? Sería una especie de revolución, una acumulación de pequeños actos de valentía a ver si conseguimos un día un mundo más apacible. Ahí está, pues, mi meta para este septenio que comienzo: ablandarme. Me ilusiona ver cómo empiezan a desprenderse pedazos de mi caparazón.