A propósito de la canonización
Demostró criterio, gran carácter y coherencia entre el pensar y el hacer
Hay personas que dejan huella, e incluso con estas encaminan vidas. Aún en muerte, se convierten en ejemplo por su constancia, coherencia, pasión y lucha permanente por alcanzar sus ideales, así no todos comulguen con ellos y con la fe que profesan. Es el caso de la madre Laura Montoya Upegui, quien este 12 de mayo se convierte en la primera santa colombiana.
Para muchos, bien sea por ateos, agnósticos o por simple tibieza en cuestiones religiosas, este hecho carece de trascendencia y no supera la línea de lo anecdótico. En esos casos, tener un santo en los altares y hacer por ellos celebraciones locales, regionales, nacionales y publicaciones de toda índole, es un asunto folclórico más que histórico.
Aparte de si se es católico o no, de si se cree en milagros o no, de si se está de acuerdo con evangelizar indígenas o no, la madre Laura se erige en símbolo, en paradigma de muchas mujeres. No porque quieran emular sus votos de castidad, de pobreza o de humildad, su carencia de vanidad o su desasimiento de los asuntos terrenales, incluso de sus afectos. No. Los valores que podrían considerarse universales de la madre Laura son de otra índole.
Era una mujer avanzada para la época (1874-1949), incluso sugirió en la Santa Sede permitir a las religiosas dar la comunión. Demostró criterio, gran carácter y coherencia entre el pensar y el hacer. Desde muchísimo antes de ser monja, trabajaba para la supervivencia de su familia –en penurias económicas-, cuando las mujeres de su generación no tenían más opción que casarse o ingresar a una comunidad religiosa, siempre y cuando tuvieran buena dote, lo cual no era su caso. Pese a que se calificaba a sí misma como conservadora y antiliberal, fue rebelde en muchos aspectos, sobre todo en aquellos que consideraba que atentaban contra la dignidad de los más pobres y excluidos.
Su tenacidad no tuvo límites. No había rango, jerarquía o clase social que la amilanara para expresar lo que consideraba justo, siempre con humildad y con respeto. No pocos, sin embargo, la tildaban de soberbia y vanidosa, entre otras cosas, por la manera llana de expresarse, que confundían con falsa modestia.
Su inteligencia y templanza le permitieron sobrevivir al sinnúmero de odios, calumnias y persecuciones de que fue objeto, en una época por la alta sociedad de Medellín y casi siempre por algunas comunidades religiosas masculinas. En su fe, atribuía esto a designios de Dios y ataques del demonio. Para otros, a la luz de hoy, en esto último había una alta dosis de misoginia.
Era valiente. Nada le impidió desplazarse durante varias décadas, con sus muchos más de cien kilos de peso, más de una vez con fiebre superior a 40 grados y otros achaques, por selvas, ríos, pantanos y climas malsanos, a pie, en canoa, a lomo de mula e incluso de buey, cuando su peso no lo soportaba ningún otro animal. Podría decirse que fue mujer pionera en deportes extremos, sin saberlo. La movía una meta clara: hacer conocer a Dios, y por ella se la jugó. Hasta el final, dio muestras de compromiso a toda prueba. Santa o no santa, la madre Laura es una antioqueña que merece reconocimiento.