La práctica y la enseñanza del yoga debe estar al servicio de la vida y de la humanidad. Esta es la reflexión que comparte con Vivir en El Poblado el antropólogo Esteban Augusto Sánchez, profesor de la Diplomatura de Yoga de la Universidad de Antioquia.
En estos días hablaba con una amiga que estaba teniendo serios debates sobre su quehacer como profesora de yoga. Venía muy sacudida por realidades sociales que cada vez sentía más cercanas, y que le hacían cuestionar al servicio de qué y a quién están dedicando la enseñanza la mayoría de los profesores de yoga.
Según me dijo, mi amiga sentía que enseñar yoga para la gente que vive con todas las comodidades es fácil, pero se preguntaba sobre dónde estaban las manos que se dedicaban a hacer una labor “verdaderamente social”, a llevar todas estas sabidurías y prácticas a aquellos que, con tanta escasez, podrían ser los que más las necesitan.
Sus palabras me invitaron a preguntarme: ¿De dónde viene ese impulso por creer que tenemos la responsabilidad de cambiar algo? ¿Quién es quién para determinar que alguien necesita más yoga que otros? La invité a que revisáramos los efectos de las clases dadas a gente de los niveles sociales más altos, y los efectos de las clases dictadas como labor social.
El deseo de querer cambiar la realidad, originado en una inconformidad estructural con el mundo que hemos creado, puede ser el germen de una gran transformación, que, a su vez, puede verse coartada por la gratificación personal. Esto se debe a que muchos de los que se dedican a “servir” lo hacen esperando alguna retribución en dinero, prestigio, poder, etc.
Ahora bien, yoga, y no solo yoga, sino todas las tecnologías de autoconocimiento y autotransformación, tienen un gran potencial para acompañar procesos de transformación social; esto es, principalmente, porque mediante ellas es posible recuperar nuestro estado de humanidad. Un estado en el que somos conscientes de nuestros mundos internos, permitiéndonos aprender constantemente sobre nosotros mismos, nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestras emociones, nuestras dudas existenciales, y, a su vez, permitiéndonos ser conscientes del sentido colectivo, de nuestra interconexión con los otros seres y con el entorno en el que estamos. Y aunque lo que se ha popularizado de yoga y de todas estas tecnologías es principalmente su forma externa, confío en que el solo hecho de que estas prácticas lleguen a más lugares, contribuirá al desarrollo de individuos y de sociedades más armónicas.
Otro elemento a contemplar es que, si bien ante la escasez de los elementos básicos de subsistencia hay que tomar medidas urgentes, esta no es la única escasez que como individuos y sociedades debemos buscar contrarrestar. Junto con la escasez física también hay que considerar la emocional, la mental y la espiritual, y estas últimas usualmente no las ponemos en la balanza. Llegar con el yoga a los estratos más altos, a los gerentes de las empresas, a los políticos y demás, podría ayudar a transformarlos y a sensibilizarlos sobre los beneficios de estas prácticas y esto, a su vez, podría hacer que ellos repartan esas semillas en sus contextos. Así, un gerente que haya aprendido a hacerse cargo de sí mismo, de sus emociones y sus reacciones, es capaz de influenciar e inspirar nuevos entornos de trabajo y un nuevo tipo de vínculos en la empresa y grupos que lidera.
Lo anteriormente expuesto no pretende defender a los profesores de la “élite”, porque aún hay varios puntos a considerar, sobre todo el hecho de que muchos de ellos comparten lo que saben desde la escasez -y por eso el dinero se hace tan relevante en sus vidas-, mientras que otros se dedican a enseñar desde la abundancia, y por eso lo hacen de forma gratuita, o por lo menos no dejan que el dinero sea su principal filtro. Ocurre entonces que muchos de los profesores que se dedican a enseñar con miras a una retribución económica, precisamente buscando resolver temas de subsistencia, terminan perdiendo el norte, y por esto la práctica que comparten puede carecer de esa semilla de humanidad que conduce a la transformación colectiva, que termina siendo eclipsada por deseos de figurar y de un enriquecimiento individual.
Ahora, el otro camino, el de los profesores dedicados al servicio, implica usualmente un esfuerzo al pretender llegar con propuestas diferentes a públicos que por sí mismos no las eligieron, lo que se traduce, con frecuencia, en terrenos áridos y poco receptivos, que, si bien representan nuevos retos, generan un agotamiento que puede turbar los ánimos iniciales.
A eso se le suma el desgaste que se desprende de la lucha con la burocracia de las instituciones, que, por estar ancladas a procedimientos y formas, suelen perder de vista lo humano y lo sensible del proceso. Puede pasar que por temas administrativos el profesor se vea envuelto en pugnas entre la gente y la institución; o que los procesos, que están diseñados para ser de largo aliento, sufran fluctuaciones o interrupciones que vayan en contravía de los objetivos iniciales de la intervención.
Lo cierto es que ninguno de los pormenores mencionados minimiza lo gratificante que es compartir con públicos que usualmente no tendrían acceso a la práctica, ni mengua el potencial social del yoga. Es entonces pertinente observar y reconocer cuándo la creación de estos espacios esté generando un desgaste innecesario, porque para servir se requiere contar con la energía alta y con un norte claro, que si se pierden provocan que los procesos se vayan a pique. Si hay agotamiento es necesario pausar para recargarse y poder continuar, pero sobre todo para recordar que estos procesos deben salir de una construcción horizontal, y no de una imposición vertical, porque a mayor verticalidad mayor fricción, y a mayor fricción mayor desgaste.
Para hacer que una labor social con yoga funcione verdaderamente es necesario crear las condiciones para que emerja, y no proponer lineamientos que cohíban o limiten. Y como parte fundamental de esto hay que despojarse de la idea de que compartir yoga es dar unas cuantas clases; a veces la mejor forma de enseñar yoga es simplemente vivir coherentemente, ser un buen amigo, un humano cálido y amoroso capaz de estar ahí presente acompañando a sus congéneres, y con algo tan simple pero tan profundo se puede hacer un eco mucho mayor.
Todo esto me lleva a considerar que una apuesta de transformación sensata debe hacerse desde varios frentes. Lo que pasa es que algunos la hacen desde arriba, desde lugares de poder, con aquellos que tienen el recurso, y desde ahí irradian como una cascada, hacia todos los que están debajo. Otros la hacen desde abajo, con grupos, colectivos, personas cotidianas, acompañando su crecimiento desde adentro y desde abajo. Otros la hacen desde afuera, creando condiciones y contenidos para que todas estas problemáticas y soluciones se hagan más visibles, y para que pueda haber más oferta. Acá cumplen un rol hasta los “influencers”, que, desde lo externo, son referentes y puntos de imitación que otros pueden seguir. Otros la hacen desde adentro, dedicándose a trabajar sobre sí mismos, para desde su propio centro compartir su proceso y ser fuente de inspiración. La clave está en entender que, si bien unos comienzan por un lado y otros por otro, o incluso puede que nosotros mismos en diferentes etapas de nuestra vida nos hayamos centrado más en unos que en otros, todo hace parte de la misma onda expansiva y todos cumplimos un rol importante, y es a veces nuestra corta visión la que nos lleva a juzgar como inútil o innecesario el trabajo de unos, por encima del de los otros.
Si de verdad se quiere alcanzar una transformación profunda, lo que debemos hacer es aprender a aunar esfuerzos, a establecer sinergias, a bombardear desde diferentes ángulos, arriba, abajo, afuera y adentro, pero sobre todo a aceptar nuestra humanidad y recordar que yoga debe estar al servicio de la vida y de la humanidad, lo que implica renunciar a nuestros juicios, a nuestras diferencias ilusorias y sobre todo a despojarnos de nuestros intereses individuales.
Por: Esteban Augusto Sánchez
Antropólogo, Profesor Diplomatura de Yoga UdeA.