El hombre que presenta su libro en la librería Al Pie de la Letra, en Carlos E. Restrepo, es el capitán Carlos Escobar, quien dedicó 30 años de su vida a ser piloto. No luce un elegante traje blanco, como en sus días de pasarela por los aeropuertos, sino una camisa a rayas y un bluyín de hombre corriente. Luego de tres años de abandonar los aires, hace un homenaje a esa profesión y a las personas que acompañaron su carrera, con su nuevo libro ¡Cortante de viento! Memorias de treinta años de aviación.
¿Cuántas historias tiene para contar un capitán que conoció desde el cielo la topografía de Colombia y muchos otros paisajes de América y Asia y que además vivió la transformación de la aviación colombiana, desde los años 70 al siglo 21?
En esta presentación están con él sus amigos, la mayoría académicos y profesionales veteranos de la Universidad Nacional, con los que comparte tertulias literarias desde hace varios años. Entre ellos, Blanca Melo, de Al Pide la Letra, quien comparte con los asistentes su aproximación a este viaje: “Empecé a leer Cortante de viento con cierto recelo, no por Carlos sino por el tema: no me gustan los aviones, es más, siempre les tuve miedo. Lo cierto es que lo leí de un tirón, saltándome una, dos o tres descripciones mecánicas, y quedé gratamente sorprendida”.
Hasta este momento la vida de ese capitán tímido, que se muerde los labios y pestañea mientras oye hablar de sí mismo, es un misterio. Pero Blanca menciona algunos pasajes que le sacan unas sonrisas y se va descubriendo el mundo de alguien que definitivamente no podría tener otro destino.
Alzar la cabeza al cielo y adivinar por el ruido del motor cuál era el avión que pasaba, era uno de sus pasatiempos cuando era niño, así como ir con sus amigos a ver aterrizar y despegar aviones en el Olaya Herrera. Vivía cerca, y pronto supo cuáles eran los Curtiss, los DC-3 y los grandes DC-4 que operaban en Avianca y SAM, y los Beavers DHC-2 -más pequeños y lentos-, de Aerotaxi, una de las empresas regionales. Un avión Boeing 377 de Pan Am de juguete fue el regalo de su padre en la Navidad cuando tenía siete años. “Tenía motores y lucecitas de colores que prendían. ¡Ese regalo fue una hermosura!”, recuerda.
Su pasión también tenía raíces sanguíneas. Su abuela, con quien solía jugar cartas, le contó durante una partida el fatídico final de un tío suyo aviador. En medio de esa evocación estremecedora, Carlos se sintió orgulloso de este nexo y su deseo se atizó.
A otro tío, Toío, le debe conocer una terminal -la de Otú, en Remedios, una casa de campo equipada con viejos equipos de telecomunicaciones-, una pista de aterrizaje y tocar un avión por primera vez. Toío era el jefe de control de este aeropuerto, en el que Carlos aterrizaría como piloto 20 años después.
Más tarde, cuando tenía 14 años, logró entrar a la cabina de un avión gracias a su padre, un viajero incansable que conocía al capitán Hernán Zuluaga. “Era el mundo que quería para mí una vez fuese adulto. De pie, detrás de ellos (piloto y copiloto), lo deseé con todas mis fuerzas”, narra en su libro. Luego, tomó por primera vez los controles de un avión, en Villavicencio. Era de fumigación y estaba piloteado por el capitán Henao, amigo de su tío Paul, quien por breves segundos le dio ‘la palomita’. “Era el momento más extraordinario de mi vida. Miré de reojo para cerciorarme que no me ayudaba (el piloto) y temblé feliz”. Aún era adolescente.
Para estudiar Aviación se requería una fortuna. Esto lo llevó a optar por la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, al tiempo que trabajaba como profesor de inglés. Pero su cita con los aviones parecía ineludible, y uno de sus alumnos, que era piloto, le ayudó a entrar a la Escuela de Aviación Los Halcones en 1974. Con un gran esfuerzo alternaba las clases de inglés con los horarios de la escuela. Debía acumular 202 horas de vuelo y pasar por los ciclos presolo, solo, crucero, maniobras, entre otras tantas rigurosidades de este oficio. “La vuelta a Oriente” es la que hacen, pero en avión, los aspirantes a piloto. Recordando lo aprendido en el simulador, Carlos logró aterrizar de improviso en el hipódromo en Guarne a causa de una falla en el motor. Este fue su primer susto, pero el más azaroso fue con una cortante de viento, el fenómeno meteorológico que le da el nombre a su libro y del que logró librarse.
“La aviación tenía algo de mítico, heroico y romántico cuando la guía eran los ríos, una casita o las cordilleras, una época en que eran inimaginables el piloto automático y demás avances tecnológicos”, dice. Esos paisajes y momentos los recreó en dibujos, otra de sus pasiones, como el arte y la literatura. ¿Será una casualidad su gusto por Saint-Exupéry?
Un sin fin de historias narra Carlos en su libro, despojado de la timidez con la que habla: la pericia en tiempos primitivos, su primer avión en Aces, los rituales pre vuelo, las mujeres en la aviación, cómo Pablo Escobar se pavoneaba en el Olaya Herrera en los años 80, sus profesores y amigos, su experiencia en la India, su paso por Tampa, la erótica de vuelo (esa relación vibrante entre el piloto y su máquina), y su trayecto favorito: Bogotá- Rionegro.
Tampoco olvida una noche de diciembre en que volaba con su esposa. Estaban a una altura de 22 mil pies al sur sobre la sabana recibiendo las indicaciones de El Dorado. La noche estaba plagada de estrellas, el resplandor del Nevado del Ruiz apareció y titilaban las luces de los pueblos. “Ese vuelo quedó en mi corazón”.
¿Qué es lo que más le hace falta de volar? “Todo. El vuelo y todo lo que hay alrededor de él”, contesta, mientras el canto de un pájaro sirve de banda sonora en el estudio de su apartamento en El Poblado.