/ Sebastián Restrepo Caín, el Guasón, Blancanieves, Gárgamel, José Miel, Michael Jackson, Bambi, la pobre viejecita tienen en común, a pesar de sus diferencias, la pasión de la envidia como motor de sus vidas.
Debemos aceptar que esta gobierna gran parte de la vida de todos. La creencia de que la huerta del vecino es la que da los mejores frutos nos mueve a hacer cosas indecibles, a sacrificar vidas enteras. Pero el costo es alto pues la envidia nos arrebata nuestro único y verdadero patrimonio: nuestro ser y nuestra vida. En cualquiera de sus dos sentidos –el de querer lo que otro es o tiene, o el de sufrir con el bien de los otros– la envidia es un veneno, fuente de los peores males.
Profundicemos ahora en los rasgos, manifestaciones y dinámicas de la envidia cuando se vuelve la razón de ser en la vida de algunas personas, cuando se vuelve carácter y destino.
Dentro de la novela de vida de los envidiosos existe la pérdida de un paraíso en la infancia o adolescencia: un divorcio, un abuso, una quiebra o la llegada de un hermano –como en el caso de Caín–.
Los envidiosos siempre se remiten a un pasado mejor que les fue arrebatado. Se sienten exiliados y desafortunados. Dios, la vida, la fortuna o el destino les dieron la espalda.
Viven la contradicción de sentir que valen muy poco y que valen mucho. Son acomplejados y su mirada es autodestructiva y descalificante. Se sienten, secreta o abiertamente, inadecuados, vergonzosos, brutos, repulsivos, venenosos, desafortunados. Pero también sienten que son profundos, auténticos, abiertos emocionalmente, vulnerables e intensos. De ahí su guerra constante de autodesprecio y autoensalsamiento. Por eso mientras nos exigen que los reconozcamos y valoremos, ellos mismos son incapaces de hacerlo.
Los envidiosos son “mamones” e insatisfechos por naturaleza. La forma en que idolatran su carencia es proporcional a la avidez con que quieren exprimir y succionar la vida. Son crónicamente insatisfechos.
Siempre les falta un centavo pa’l peso: el terapeuta nunca fue suficiente para curarlo, el amante no dio tanto como para colmarlo. Hagamos lo que hagamos, los envidiosos nos harán sentir que quedamos en deuda con ellos.
Son las víctimas profesionales. Te contarán, con orgullo o con vergüenza, lo especialmente difícil que ha sido su vida. Tratarán de que te des cuenta de que nadie en el universo conocido ha sufrido tan especialmente como ellos. Sabrán exprimir lágrimas, expresar todas las emociones –es el carácter más emocional– y desplegar una amplia gama de síntomas psicosomáticos para que sientas su sufrimiento y te compadezcas de ellos.
Los envidiosos siempre se están comparando y compitiendo. Quieren los frutos de tu trabajo sin estar dispuestos a pagar el precio que pagaste. Tus alegrías son sus tristezas. Cuando te ven caer y sufrir te acompañan como nadie, porque solo en el piso te pueden querer sin odiarte. Como parte del clan de los desafortunados eres bienvenido.
Hay tres grandes grupos de envidiosos. Uno que se siente menos especial que los demás y a partir de ahí siente mucha vergüenza, sus ojos son húmedos y su llanto acecha. El segundo, muy fuerte y agresivo, como el Guasón o Caín, odia, compite y destruye. El tercero lucha contra su imagen de víctima y se hace estoico, tenaz y sacrificado, como si su sufrimiento le diera el valor que no tiene.
En cualquier caso existen dos antídotos sencillos y eficaces contra el veneno de la envidia: agradecer y honrar lo que se es y lo que se tiene, y bendecir a los otros, es decir, desearles y alegrarse por su bien. Ejercitarse en ambas será al inicio una suerte de sacrilegio para el envidioso. Pero si persevera encontrará la ecuanimidad que necesita para que brillen su fuerza auténtica, su dignidad inalienable y su genuina compasión.
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