De casos kafkianos y otros hechos
¡Con razón no han dejado de existir los eremitas!
Envidia de la buena nos suscitan los ermitaños, sobre todo en aquellos momentos en que caemos presos en las marañas de trámites que ni la ley 019 de 2012 (Antitrámites) ni las cacareadas modernizaciones del Estado y el Municipio ni los avances tecnológicos ni la vertiginosidad en la transmisión de datos han logrado desterrar. Todo lo contrario, los trámites y procesos cada vez son más complejos y paquidérmicos para todo, o para casi todo: para renovar un pase, para comprar un carro, para venderlo, para afiliar a un empleado a la seguridad social, para cancelar una deuda, para levantar una prenda, para reclamar la pensión, para cancelar suscripciones, para enmendar errores ajenos, para retirarse de una empresa de telefonía en la que no se quiere estar más, para pagarle o reclamarle a la Dian, para cambiar un nombre que un funcionario disperso escribió mal… la lista es extensa, a juzgar por el rosario de quejas cotidianas de los ciudadanos.
¿En qué punto nos perdimos? ¿Por qué todo es más difícil cuando deberíamos estar disfrutando en la práctica de lo mucho que hemos avanzado en diversos campos, entre ellos en sistematización y digitalización? ¿De qué sirve tener telas inteligentes, brasieres que se quitan con los aplausos, bolígrafos con ortografía que mejoran la caligrafía, si ni siquiera los lectores de huellas digitales de nuestras instituciones estatales pueden leer las huellas de todos los ciudadanos y los ancianos enfermos siguen teniendo que hacer fila para reclamar la pensión, mientras “el sistema” continúa cayéndose en entidades bancarias con muchas ventanas pero pocos cajeros? ¿De dónde este contrasentido de tener todo tipo de desarrollos a nuestro favor si en los asuntos realmente importantes y de los que depende también la calidad de vida estamos como en la Edad de Piedra –sin querer ofender a los congéneres del Paleolítico–? ¿Cómo asimilar que sea más difícil comunicarse ahora con una entidad cualquiera, grande o pequeña, estatal o privada, que antes, cuando solo contaban con un conmutador y una recepcionista?
Sufrimos de una impotencia generalizada que se va enquistando en forma de neurosis crónica, pequeñas indignaciones diarias ocasionadas por peleas perdidas sin empezar, ante fotodetecciones injustas, cobros arbitrarios, requerimientos absurdos, demoras inexplicables, trabas inauditas, trámites kafkianos que no se pueden delegar y quitan tiempo, dinero y salud a personas que no pueden darse el lujo de abandonar sus puestos de trabajo; pequeñas rabias por cosas en apariencia nimias pero que en el fondo no lo son tanto, como los insistentes mensajes no pedidos pero sí cobrados que a cada minuto llegan a los móviles y que solo se pueden desactivar yendo personalmente, carta incluida, a la atiborrada oficina del operador.
Y, por último, ¿cómo es posible que veamos esto como normal y no nos preocupemos por enderezar el rumbo? ¡Con razón no han dejado de existir los eremitas!