En columnas anteriores hemos hablado sobre las pasiones de la pereza, la vanidad y el miedo, de acuerdo con el sistema del Eneagrama de la Personalidad
Hoy les hablaré de la pasión de la ira y la idea loca que la sostiene: el perfeccionismo. Los perfeccionistas patológicos, vistos a la luz de la psicología, no están al servicio de la evolución, del aprendizaje y la madurez. Son servidores de un profundo resentimiento y una honda violencia que no manifiestan abiertamente.
No nos engañemos: esa limpiadera constante, esa obsesión por enderezar los lapiceros y los marcos de los cuadros, la vehemencia con que ordenan perfectamente las camisas por colores en el clóset, la corrección incesante de los actos más naturales, la criticonería imparable, las grandes lecciones de vida de los iracundos, no son actos constructivos. Son la manifestación de una destructividad camuflada con buenas intenciones.
Los perfeccionistas tienen un estilo interpersonal controlado y civilizado. Su obsesión por mejorar las cosas, incluso aquellas que la naturaleza siempre desmejora, se acompaña de un escáner interno que les permite cazar las fallas más pequeñas. Algunos de ellos viven en guerra contra el caos y el desorden.
El resultado de su perfeccionismo es, precisamente, lo que delata lo dudoso de sus motivos: no perfeccionan nada, sino que empeoran su vida y la de los demás. Llenan sus ambientes de control, ansiedad, rigidez e invalidación. Tienen la gran capacidad de distorsionar todo cuanto es natural y genuino en las personas. Uno se siente equivocado ante su presencia.
La indignación, vehemente y “justa” según ellos, es una característica constante que permite una expresión justificada de la ira que ocultan.
Su lengua es mordaz y su crítica constante e implacable. Comparten con los niños el creer que son el centro del mundo y que su mirada es un racero absoluto. Por eso creen que su forma de ver es obvia, natural y verdadera. No entienden la diferencia, denigran e invalidan personas, grupos, razas o sociedades que no vean o vivan el mundo de la misma manera.
De la mano de la denigración de lo imperfecto en sí mismos y en los otros, está la inhibición permanente de la espontaneidad y la búsqueda del placer. Son puritanos y psicorrígidos.
Son buenos para los sermones, lecciones y prédicas. Enseñan sin considerar si tienen autoridad para opinar sobre un tema.
Los perfeccionistas desconocen que la justicia de la vida nada tiene que ver con las matemáticas, ni las reglas, ni las comparaciones. Cuando cierran los ojos de afuera para mirarse adentro, lo que se les dificulta mucho, contactan su ira y detrás de la ira el dolor. Así encuentran la serenidad de ver que el mundo, con todas sus imperfecciones, supera cualquier idea o cualquier juicio. Podemos verlos sin pelear en los supermercados, con la dulzura propia de quien vivió en la severidad. Tal vez, incluso, podamos verlos jugar, gozando la espontaneidad que sepultaron bajo su ley iracunda.
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