Mis padres se pasaron toda la vida contando plata que no era de ellos. Trabajan en contabilidad: son ordenados y obsesivos por tener las cuentas claras y encontrar los números necesarios para que los totales coincidan.
Su peor mounstruo es la Dian, y las arrugas y las canas que ahora se dejan ver muy bien, se las atribuyo a las mil y una reformas tributarias. La juventud se les fue entre impresoras con sonidos chillones que sacaban listas interminables de números en tamaño diminuto y caían al piso doblándose por sí solas, formando pilas de papel, como en las películas.
De pequeña primero saludaba a Fabio, el auxiliar contable de mi papá, antes que a mi papá. Crecí entre resmas, recibos, cuentas de cobro, facturas, inventarios y términos como causar, diferir, amortizar, depreciar, deudas, patrimonio. Y una cantidad de folders y libros muy gordos que ocupaban un gran porcentaje de los estantes de la biblioteca familiar.
Aprendí a jugar con los números antes que a las muñecas. Cuando salíamos de paseo por carretera, “Hueso”, me decía mi papá mirándome por el retrovisor mientras manejaba, “¿cuánto es 125+457+372? Tienes 20 segundos. Te quedan 15 segundos… Hueso, suma los últimos dígitos y luego se los añadís a los números grandes. Te quedan 5 segundos“. Con el tiempo le encontré gusto a sus juegos de agilidad mental y él se sentía orgulloso de mí, como si tuviera por fin su hijo varón con el que pudiera hablar cosas de hombres. -¡950, papi!- gritaba. “Te faltaron 4 hueso, 4. Son 954”. Nooo, estaba muy fácil. “A ver, Melisita, cuánto es…”, y seguía con mi hermana, que me daba oportunidad para reivindicarme porque podía gritar la respuesta mucho antes que ella aunque estuviera mal. Mi papá siempre valoraba que le siguiera sus juegos.
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Mis padres han pasado más tiempo pensando en plata ajena que en la suya. Ahora creo entenderlo. Se especializaron en resolverles problemas contables a personas y empresas con grandes cantidades de dinero en los bancos y por eso no fueron avaros ni obsesivos con la plata. Sabían lo que implicaba tenerla. Veían que al final sus clientes no lo tenían todo aunque sus cuentas tuvieran muchos puntos y ceros a la derecha. Al final les quitaba la tranquilidad y la humildad, y eso no competía en nada con los placeres temporales que les daba.
Ahora lo entiendo bien. Nunca me enseñaron a ser ambiciosa por la plata, por poder tener lujos o hacer compras obsesivas y desmesuradas. Nunca le he encontrado el gusto a comprar por comprar, por el placer de tener. Soy más ahorradora que consumidora. Más racional que compulsiva. Siempre los vi disfrutando de lo simple, como compartir un fin de semana juntos, reírnos de cualquier idiotez que uno de los cuatro haya hecho o como celebrar una buena calificación en el colegio o la universidad. El mayor mérito que ellos ven en mí y en mi hermana ha sido tener un título, como buenos papás de clase media que se soñaban sus hijos con toga y diploma. Se lo cumplimos.
No es que no me guste la plata, siempre es una ventaja y un placer poder comprar idioteces que te pueden alegrar el día. Pero crecí destinada a ser de esas cursis que valoran un papel sucio con una declaración de amor, una noche de cocina en familia o el placer de ir en un carro jugando a sumar los números de las placas de los carros que van adelante.