Cuando se habla con él, no es difícil imaginar a Rodrigo Callejas a los 12 años. Su forma de expresarse hoy, es a la vez tímida y alegre, como la de un niño. Esa edad preadolescente fue el punto de partida del artista que conocemos. Su padre, profesor de universidad, lo envió a donde un amigo suyo para que le enseñara a pintar. Ese amigo era el maestro Rafael Sáenz. Lo mandaron a pintar porque había perdido quinto de primaria, según cuenta, porque se la pasaba pintando.
Con la bendición de haberse dado cuenta, a temprana edad, cuál era su vocación, empezó a estudiar las técnicas más académicas del arte: carboncillo, dibujo y acuarela, y, por último, óleo. Se iban en grupo, él, el maestro y otros alumnos, a pintar en diferentes pueblos de Antioquia. “Era trabajo de todos los días pero no era una obligación, íbamos como una familia, casi como un apostolado”, dice Rodrigo. Pintaban las iglesias, los paisajes y bodegones, pero la figura humana la dejaban para los adultos. Un día, al joven Callejas lo pillaron espiando a las modelos por el hueco de una chapa para pintarlas, y así lo dejaron entrar antes de tiempo. Sin embargo, la figura humana no ha sido su gran interés. “Hice poco de figura, y en una forma muy íntima. Hice desnudos de la señora, por ejemplo, porque nunca fui capaz de pintar a una persona con la que no tuviera una relación, tenía que tener una comunicación sensual” explica el maestro.
Si a alguien le queda bien el término maestro es a Callejas, no solo por el reconocimiento que tiene como artista, sino porque se ha interesado en la docencia. En 1963, viajó a Estados Unidos para hacer una maestría en el Art Institute de Chicago y luego estudió pedagogía para enseñar arte en Estados Unidos y Europa. De allí, en plena época del hippismo, se fue a Nueva York a montar su propio taller. Unos años locos, seguro. Callejas vivió Woodstock, la revolución y liberación femenina y todo lo recuerda con risas pícaras.
Por esos días se dedicó a la cerámica y a la escultura con fundición en aluminio. Aunque muchos lo recuerden por sus cuadros alegres, de gran formato, hoy él se cataloga como un escultor. La pintura sigue presente en su vida. Hace cuadros entre temporadas de escultura, pero en ambos casos lo hace siempre por placer. En su taller en El Carmen de Viboral, donde pasa la mitad de la semana, pone música clásica y se toma unos vinos para trabajar. “Paso muy bueno”, dice, y esa es su explicación para no tener una disciplina rígida. “Hay artistas que desde que se levantan están trabajando o que tienen horarios fijos, pero yo no”, dice. “Disfruto mucho el campo y observar el paisaje, después trabajo por la tarde y noche”.
La otra mitad de la semana la pasa en Medellín. Aprovecha esos días para visitar exposiciones. Le gusta ver obras y es tan crítico con otros como lo es consigo mismo. “Critico incluso las portadas de Vivir en El Poblado”, dice con una amplia sonrisa. Y así entra a discutir el escenario del arte local. “Hay mucho artista joven bueno, pero hacen falta las bienales, y los salones nacionales se volvieron una presentación de curadores, como si cada uno dirigiera una tesis”.
Recientemente visitó la exposición de Luis Caballero en el Mamm. Es uno de los artistas que Callejas admira, “por esa sensualidad convertida en un acto espiritual”. Pero no hay muchos artistas colombianos que lo desvelen. En el ámbito internacional sí le quita el sueño la obra de Henry Moore, Alberto Giacometti, Willem de Kooning, el expresionismo abstracto neoyorquino y la pintura alemana. Con estas influencias, enseñanzas de grandes maestros, su oficio como docente y una vida de experiencias y trabajo, Callejas es considerado uno de los grandes talentos del arte nacional.
En esta edición, las dos anteriores y la próxima, sus esculturas ilustran la portada de Vivir en El Poblado. Son fotografías de su serie de esculturas llamada Acéfalos, las cuales ha estado haciendo desde 1993. Acéfalo es una palabra griega que quiere decir “sin cabeza”, y es el concepto que trabaja el maestro para que las criaturas no estén asociadas a un animal específico. En su casa tiene 15 de ellas. Cada una mide aproximadamente 50 cm. de alto y 30 de largo, y le toma entre 8 y 12 meses en terminar. Cada acéfalo es diferente, explica Rodrigo, “parto de una plantillita para las patas, pero nunca sé cómo va a salir, ellos van naciendo como hermanitos, son como un rebaño”.