Por: Juan Sebastián Restrepo Mesa
Ya decía Freud desde hace más de un siglo, que el hombre no es amo en su propia casa. No fue él quien descubrió esto, pero digamos que lo dijo de una bella forma en un oportuno momento.
Robert Louis Stevenson lo habría ilustrado con bastante precisión, no exento de exageración e ironía, en su famosa novela Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde, en la cual alude a la coexistencia en la conciencia humana de varios aspectos, el bien y el mal en este caso, que viven enfrascados en una lucha continua.
Gurdjieff decía que cuando uno tiene suficiente conciencia empieza a ver que lo que está obrando en la vida de uno, no es un “yo”, sino una pandilla de mentirosos y feos “yoes”.
Generalmente cuando decimos “yo” hay un error de base. Y este error lo pagamos caro a la hora de comprometernos, jurar, prometer, casarnos, etc. Cada uno de nosotros vive en su pequeña novela personal, esa brecha entre su creencia ideal en un “yo” unificado y constante y la evidencia real de una existencia fragmentada en valores, deseos y movimientos que se encuentran y combaten hasta el cansancio.
Mientras uno de nuestros “yo” promete, el otro duda. El uno agarra y el otro quiere libertad. El uno acaricia con ternura, mientras el otro rasga con su garra rapaz. El mendigo lucha con el altivo. Y así pasamos la vida tambaleando, tratando de mantener a raya el conflicto, la guerra, mientras decimos de dientes para afuera: “yo”.
¿Cuál de todos firma el contrato, cuál sabotea el trabajo, cuál dice te amo, cuál es el agente de este deseo de carne trémula y cuál lleva al veneno y a la tumba? Vemos entonces por qué es tan difícil confiar en nosotros mismos.
De no ser por una enorme fuerza policial interna, que corta y oprime y subyuga parcialmente a todos estos disensos y desencuentros internos, no podríamos vivir en sociedad o ceñirnos a proyectos de largo plazo.
Pero el problema es que el costo de este trabajo policial, que se empeña en mantener la ficción de un “yo” íntegro y continuo, es la profunda ignorancia de nosotros mismos, acompañada de la angustia de sabernos múltiples e inconsistentes. ¿Qué hacer entonces?
Lo primero es ser realistas y aceptar la diversidad de los pueblos internos. Por dentro somos muchos. La piedra angular sobre la que podemos cimentar un conocimiento real de nosotros no es un “yo” falso, sino nuestra capacidad de hacer conciencia de la multiplicidad que nos habita.
Propongo que a partir de lo anterior les demos lugar a nuestros diferentes “yo”, eso sí, sin identificarnos totalmente con ellos y sin rechazarlos. Juguemos a darles voz a las diferentes partes del conflicto, pongámosles a actuar, expresar, dialogar. Y me refiero a darles realmente un espacio en nuestras vidas, aunque sea en las privadas.
Aceptándolos podremos dejar nuestra prepotencia limitante. Dándoles conciencia podemos ponerlos a nuestro servicio e integrarlos paulatinamente. Estoy seguro de que después de un tiempo nos sentiremos más tranquilos cuando hagamos una promesa o asumamos un compromiso.
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¿Yo?
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