El año pasado se actualizó el mapa de niveles de ruido en el Aburrá, otro componente crítico de calidad de vida, como crítica es la cantidad de trabajo y de pedagogía por desarrollar.
Nos ocupamos tanto de la mala calidad del aire, y había que hacerlo por las implicaciones en la salud de la población, que se nos olvidó hablar de ruido y le restamos importancia en el debate de ciudad a su impacto en la calidad de vida colectiva. Nos habituamos a temerles a los contaminantes PM 2.5, pero sacamos del mapa los decibeles, otro indicador crítico.
De acuerdo con la OMS, en una zona como la de la avenida Las Vegas con la 10 el ruido no debe superar los 65 decibeles, pero la realidad registra hasta 72.6, según los hallazgos de uno de los siete radares que operan en el área metropolitana.
Esta semana en Vivir en El Poblado encendimos la grabadora, registramos lo que ocurre en nuestra cuadra del barrio Manila y captamos tres obras de remodelación de predios vecinos, la campana del carro de la basura, un taladro de pavimento, los ladridos de un perro, el perifoneo de un vendedor, la alarma de un carro, el tráfico vehicular y la transformación de piezas de un trasteo en material reciclable. No eran ruidos ociosos, pero la suma crea entornos de estrés e irritación. Nuestra actividad seguro también genera efectos en los demás.
Según la OMS, el ruido “es uno de los principales riesgos” para la salud mental y la física y el bienestar”. En niveles excesivos tiene efectos incluso de tipo cardiovascular.
El Área Metropolitana, mediante mediciones en 33 puntos del Aburrá, determinó el mapa de ruido local, que indica que el 9.1 % de la población es afectada por un impacto que supera los estándares. También estimó que en diez años será el 80.2 %. El tráfico, la industria, el comercio, el metro y el Olaya Herrera son los principales emisores.
Es tiempo de darle al ruido tono de debate colectivo y actuar en ciudadanía, porque las soluciones no son de competencia exclusiva de la autoridad. Hay opciones como poner bajo control el propio ruido causado en actividades individuales o sumarse al plan de ciudadanos científicos y ayudar en el monitoreo mediante sensores de bajo costo desarrollados por el Área Metropolitana.
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Esta problemática no puede quedar engavetada y hay que darles vía a campañas educativas y al Acuerdo Metropolitano 24 de 2019, que señala medidas de prevención, mitigación, corrección y seguimiento de efectos en la salud.
La meta a 2030 es crítica. La autoridad ambiental indica que “para gestionar la problemática de ruido se requieren planteamientos multidisciplinarios y la articulación de diferentes actores” y ya sabemos el riesgo que corren los proyectos cuando se engolfan entre esas terminologías y cuando los ciudadanos no se vinculan ni le hacen veeduría a esos procesos.