Ausente

Estamos tan acostumbrados a buscar la felicidad y a ocultar las frustraciones, que el dolor y la tristeza transparente, visible, cruda, es un demonio. ¿Quién nos enseña a batallar con la tristeza?

Un gran porcentaje de tiempo del año anterior me la pasé triste. Cuesta decirlo, ¿imaginan lo que costó admitirlo? Sí, profundamente triste.

¡Pero en teoría fue un año extraordinario! Uno de los mejores de mi vida. Comenzaba a trabajar en una compañía que parecía de ensueño haciendo mi trabajo soñado, vivía por fuera del país (una de mis mayores fantasías, que en ese momento deseaba con fuerza), me había enamorado profundamente de un hombre más joven que yo, pero con el alma más grande que él. Tenía un buen sueldo, buenos amigos, buenos viajes, buena comida. Todo parecía estar más que bien. Eso decían mis redes sociales. Estaba tan ocupada: la cumbre del éxito en pleno siglo XXI.

Pero comencé a sentir la tristeza sin saber lo que era, como un bajón de energía, incluso cuando apenas comenzaba el día. Después de unos meses de mi constante sensación de agobio, le declaré la guerra. Lidié con todos los demonios que creía eran el argumento. Tal vez la distancia de casa, la nostalgia, la rutina, los horarios rígidos, los amigos ausentes, las discusiones de siempre. Como si fuese una niña haciendo berrinche me intenté calmar… me saqué a cine, me leí un libro, me comí un pote de helado, me invité a tomar un vino.

Ya saben cómo termina. La niña seguía inconforme, fastidiada. Viajé a casa por unos días, regresé. Todo seguía igual: había algo adentro que me sacudía, que no me dejaba dormir bien. Se me iban saliendo las lágrimas sin razón. Comía para llenar otras hambres de otras cosas que aún no entendía.

Al final del año, vine a casa por Navidad, estuve con mi familia como lo soñaba, pero seguía esa sensación. Un poco más dormida, amaestrada, pero no se iba.

Hace un par de días iba caminando con mi madre y vi a una mujer a la que se le salían las lágrimas, silentes, mientras andaba. Mi mamá paró su paso, se quedó mirándola. El señor que iba delante de nosotras también. Nos quedamos todos espantados como si llevara algo monstruoso. Como si viésemos algo terrible por primera vez.

Estamos tan acostumbrados a buscar la felicidad y a ocultar las frustraciones, que el dolor y la tristeza transparente, visible, cruda, es un demonio. ¿Quién nos enseña a batallar con la tristeza? ¿Quién nos dice que son momentos? Pero que la tristeza es más una constante y la alegría una variable. Todos cargamos con un dolor. Y lloramos en silencio y se nos van acumulando las lágrimas adentro. Llevamos un mar profundo y secreto en el pecho.

A veces lo obvio es lo más difícil. Entendí que el dolor no venía de afuera sino que era síntoma de algo que llevaba adentro. Que aunque estuviera siempre acompañada me sentía sola y esa soledad solo era un síntoma de no estar conmigo. Sí, estuve ausente. Para mí. No tenía tiempo para construirme, para reflexionarme, para entenderme. Para escuchar que no necesitaba el cine sino escribir y hablar un rato a solas. Que amar a alguien era un complemento y no mi fuente de amor. Porque aunque todo parezca andar bien, no hay nada si no estoy conmigo, si no tengo citas furtivas con mi silencio, mis demonios, mi niña interior.

Aprendí a abrazar la tristeza. A no escapar de ella. A levantar la mirada y verla a la cara, de frente. Tal vez abrazarla sea la mejor forma de despedirla. Tal vez la cara de la tristeza sea la nuestra. Tal vez la tristeza es nuestra niña interior agitándose muy fuerte. No porque algo afuera le moleste, sino porque solo necesita un poco de atención, porque nos quiere contar alguna historia. Porque necesita un buen consejo. Porque quiere abrazarnos.
No quiero volver a perderme.

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