La personas que llegan a los consultorios son las más saludables. No estoy negando que sean insoportables, ni sus abismales confusiones, sus egos salidos de lugar, sus patéticas y pesadas neurosis, sus expectativas desmedidas y poco prácticas frente a sí mismos y los otros. Pero lo cierto es que por cada neurótico hay una familia mentirosa.
Por eso digo que son las más saludables; porque al menos algo están haciendo para que sus vidas mentirosamente cimentadas sean cuestionadas y terminan por denunciar aquello que nadie más se atreve.
Pero muchas veces aquellos que se quedan en casa son los perpetradores reales, los promotores de la mentira, los apacibles verdugos del conflicto sano, la honestidad humana y la comunicación abierta.
Recuerdo que ya desde pequeño aprendí a desconfiar de la moral colegial cuando observaba a quienes izaban la bandera: aquellos que tenían personalidades de cenicero. Se premiaban ante todo la docilidad y el silencio: los dos efectos más profundos que tiene la violencia sobre la humanidad. Nunca vi premiar a nadie por confrontar a un profesor, subirse a un árbol, hacer rayones en las paredes o quitarse la camisa en clase. Pero sobre todo, nunca vi premiar la honestidad.
Pero la familia es muchísimo peor que el colegio. Pecan los que hablan y actúan. Pero se premia el silencio, la represión, la distorsión y la anestesia. No se denuncian la envidia asesina, el aburrimiento insoportable, los dobles mensajes.
Lo que quiero expresar es que en una cultura donde se premian la docilidad y el silencio, deben primar el secreto y la represión. Y ambos, como ya lo sabemos, enferman.
¿Cuántos secretos hay en nuestras familias? Además de la falta de libertad, además de los destinos frustrados, tenemos que soportar la hoya podrida de todo lo no dicho, de todo lo guardado, de lo deseado que devino lo temido.
Estamos llenos de parejas que no denuncian su hartazgo e ineptitud sexual, de hijos que no salen del closet a vivir el placer de una sexualidad sana y voluptuosa. No despedimos a los muertos, no acogemos a los enfermos. En nuestro tributo al irrealismo, en nuestra crítica de la vida espontánea, en nuestra reverencia a los tabúes que nos inoculan, nos hacemos déspotas y víctimas.
Creo a estas alturas que el crimen y el acto violento son las formas poco elegantes que tiene la realidad reprimida de expresarse.
Mientras impere en nuestras familias el pacto tácito de ser dóciles, silenciosos y mediocres para no desacomodarnos, estas no serán los espacios donde pueda vislumbrarse una nueva humanidad más sana y madura.
La mentira, el silencio y la deshonestidad son nuestro pan de cada día y los enemigos de la paz interna y mundial.
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Diatriba contra los secretos familiares
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