Desde pequeño mi padre me llamaba iconoclasta. Por sus gestos, inicialmente creí que me quería decir algo terrible, pero con el tiempo fui aceptando que este asunto de erigir y destrozar ídolos era una parte de mí. Hoy acepto con orgullo esas palabras y me declaro iconoclasta hasta el último de mis días.
Los ídolos son formas cerradas de concebir la divinidad y la trascendencia (dioses con cara, personalidad predefinida, antropomorfizados), personas consagradas al estatus de semidioses (religiosos, políticos, académicos), dogmas o sistemas de pensamiento que pretenden atribuirse la verdad absoluta (todos los ismos), formas de pensar y actuar preestablecidas, incuestionadas y automatizadas, y objetos a los que atribuimos un valor desmedido (una casa, el supercarro del típico supermacho ignorante, etc).
La idolatría es distinta a la devoción, el honrar y el amor. La devoción es aceptación de la realidad del aspecto amado, mientras que la idolatría es su idealización. Idolatrar no es honrar. Porque en la idolatría yo no respeto la realidad del objeto de exaltación; lo pongo en el lugar y la posición equivocados. Por eso es que los ídolos siempre son dados de baja, porque su realidad es insostenible. La idolatría es contraria al amor, porque niega la paridad en la relación.
Los ídolos solo son válidos como refugios transitorios. Renunciar al propio pensamiento, al propio criterio, a la propia experiencia, a la propia conciencia, es renunciar definitivamente al verdadero tesoro que deberíamos valorar y desarrollar.
Todos los ismos, tarde o temprano, se quedan cortos. Todos los sistemas e imperios caen, todos los modelos son reemplazados, todos los objetos se los lleva el tiempo y todas las personas exaltadas al estatus de semidioses tarde o temprano nos desilusionan.
La realidad existencial es que si nos abrimos al camino de la conciencia caen nuestros ídolos y somos arrojados a la soledad y a la responsabilidad de nuestra propia medida. Y solo en ese momento de desolación, en el ocaso de los dioses, podemos ver el mundo por primera vez, sin ojos prestados, podemos reflexionar la vida sin ideas ajenas, actuar con la fuerza propia y experimentar el flujo de una vida que se ajusta a nuestra talla.
Los idólatras son traidores de sí mismos, renuncian a su fuerza y responsabilidad y perpetúan la visión infantil de un niño impotente y un padre todopoderoso.
Quiero decirles a todos los ídolos que lean esta columna que permitir ser exaltados a ese estatus denuncia de ustedes o una gran ignorancia de la naturaleza humana, o un abuso de los otros y su estupidez. ¡Toda persona que permite ser exaltada al nivel de gurú, semidiós, emperador o genio, es irresponsable, mentirosa y traiciona la más profundo de la verdad humana!
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Apología de los iconoclastas
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