Que las condiciones de buena calidad de vida, de tener disponibles educación, ingreso, salud y seguridad, de vivir lejos de las zonas críticas, no oculten el reconocimiento de un sector amplio del país que vive acosado por la tragedia.
Es un derecho cuestionar, protestar, hacer contrapropuestas. Es una posibilidad abierta para el ciudadano, que siente que la marcha del gobierno y también sus anhelos en educación, salud, empleo, seguridad, tienen que mejorar con urgencia.
Es un derecho, como es una obligación hacerlo en medio de expresiones que no atenten contra los bienes públicos ni los privados ni contra la integridad de los miembros de las fuerzas del orden o de quienes tengan posiciones diferentes. El vandalismo no es una forma de expresión de la inconformidad. Sin eufemismos, a quien comete delitos se le debe procesar como delincuente y sus actos no pueden ser interpretados como parte de la búsqueda de mejor calidad de vida. Los que rompen bienes, los que asaltan comercios, no protestan por un país mejor. No protestan, no suman al debate, como tampoco aquellos que arman escuadrones y se toman por la fuerza funciones reservadas para la autoridad o aquel que hace disparos en presencia de una concentración de protesta.
Tener posiciones contrapuestas no puede seguir siendo vendido como un aspecto negativo en esta sociedad; al contrario, qué constructiva puede ser la divergencia.
Asimismo, es obligación de cuerpos como el Esmad “observar durante los procedimientos lo contemplado en las normas, acuerdos y convenios de derechos humanos y derecho internacional humanitario para el uso de la fuerza”. Lo exige su manual de funciones.
En el otro polo -y valga anotar que tener posiciones divergentes no puede seguir siendo vendido como un aspecto negativo en esta sociedad- también es un derecho ciudadano comulgar con el Gobierno, tener esperanza en que su gestión irá mostrando resultados, confiar en que cada gabinete está liderado por funcionarios idóneos y que sus apuestas apuntan al interés común.
Estar a favor o estar en contra son un derecho.
Ahora, a lo que no hay derecho ni razón es a la falta de empatía. Que las condiciones de buena calidad de vida, de tener disponibles educación, ingreso, salud y seguridad, de vivir lejos de las zonas críticas, no lleven a la indiferencia con un sector amplio del país que vive la tragedia que representan 486 líderes comunitarios y ambientales asesinados desde 2016, tras los acuerdos de paz. El homicidio de 56 indígenas este año en Colombia. Las condiciones laborales y pensionales de desigualdad. La discriminación contra grupos poblacionales. O las vidas perdidas y la cantidad de heridos causados desde que se desató el #21N.
Renunciar a la empatía, si se quiere a la compasión, ser indolente, descalificar las expresiones de inconformidad y llamar al silencio (aquello de “yo no marcho, yo trabajo”) son comportamientos de interés particular, de la esfera, cuando menos, del egoísmo, que no construyen país.
Un poco de empatía por favor.