Celebrador del arte y la amistad
Con un ojo inmediato para detectar el buen arte, Alberto Sierra se convirtió en un referente sin concesiones del Medellín artístico
Es probable que a Alberto Sierra no le guste este texto. De ser así, pronto lo sabremos, pues quienes lo conocen mejor saben que jamás se ha guardado una opinión. Dicen sus allegados que es una persona certera, con voz fuerte y que al hablar deja ver un carácter duro. Sin embargo, cuando lo entrevistamos en el patio de la Galería de la Oficina, nos recibe un personaje tranquilo, de ademanes pausados y voz apenas perceptible. No parece interesarle mucho un reportaje sobre sus legados. Lo toma como si fuera una actividad más del día. Se concentra en las preguntas sobre arte y el trabajo de otros creadores. Recorre apresuradamente su infancia y adolescencia con algunos detalles sobre el estudio en el Seminario Mayor.
A diferencia de sus hermanos, Alberto tuvo la oportunidad de estudiar bachillerato y filosofía, aprender latín y acercarse a la música, el arte y los ritos religiosos, mundo que cimentó su interés por lo estético. En los años que pasó en el seminario, solo le permitían regresar a su casa cada seis meses, cosa que lo obligaba a crearse una familia a partir de las amistades. Cuando volvía, encontraba un hogar con 13 hermanos en el que, según Sierra, nadie hacía arte. Así, a temprana edad, el seminario encaminó a Alberto hacia las dos facetas que mejor lo definen: celebrador del arte y de la amistad.
Alberto no sabe con precisión qué lo motivó a elegir la arquitectura como profesión, solo sabe que está feliz de haberlo hecho. De arquitecto, se asoció con su colega y amigo Santiago Caicedo. Ante la escasez de trabajo en ese campo, y motivados por amigos que tenían galerías en Bogotá, abrieron la Galería de la Oficina. Era 1974 y en Medellín no existían galerías desde que se habían acabado las bienales de arte del 68, 70 y 72, de las cuales Sierra había sido parte creadora.
En la galería sucedieron cosas especiales. En el cruce de las vías Sucre y Caracas, una exposición del maestro Obregón inauguró el recinto. La gente se preguntaba si era cierto, pero a pesar de serlo, pocos fueron a verla. Caicedo se fue a estudiar y Alberto permaneció al frente de este espacio, que luego estuvo en la Avenida La Playa. Al mismo tiempo trabajaba como diseñador gráfico para varias empresas y gastaba su tiempo libre en las retretas de los domingos, en los encuentros de lo que quedaba del Nadaísmo, en foros en el restaurante Versalles y satisfaciendo las carencias que notaba en Medellín. Una de ellas fue la publicación de arte Re-Vista.
En ese ir y venir, se fueron construyendo, en torno a Alberto y su galería, la idea de curaduría y un epicentro de arte en la ciudad. Hay quienes afirman que por allí pasó el grueso de los artistas colombianos. También se dice que los que han visto su arte cotizarse, se lo deben al ojo crítico de Alberto. Hoy, con su galería en la calle 10, recuerda a muchos de ellos como amigos del alma y fue con estos que instauró los famosos almuerzos de los jueves.
Álvaro Marín, artista y amigo de Alberto, tenía cita con un psicoanalista cada jueves. Cuando terminaba, se dirigía a la galería de Sierra para contarles, a los que allí se encontraran, lo que había discutido en la terapia. Esto se convirtió en almuerzos sagrados en los que personajes como Óscar Salazar, Juan Camilo Uribe, Sergio Acevedo, entre otros casi 15 invitados, (artistas, cineastas, músicos, periodistas y arquitectos) cocinaban, tomaban y conversaban de arte, de música, de arquitectura o cantaban. Alberto asegura que eran más que todo groserías y bobadas las que hablaban, pero añora esos momentos maravillosos en los que, entre risas, regresaba a la época del colegio y de la universidad. Él también ponía su cuota con el sentido del humor negro y sarcástico que aún conserva. El almuerzo empezaba a las doce y terminaba a las nueve, o cuando Alberto los echara. El reglamento de este encuentro prohibía la presencia femenina (con la excepción de la maestra Beatriz González) y definía cada semana los delegados gastronómicos. “Había unos que cocinaban muy bien, como Santiago Caicedo, Óscar Salazar y el maestro Peláez. Juan Camilo Uribe llegaba con trovas… y Álvaro Marín… ¡ave maría!..” dice con risa y nostalgia.
La buena comida, y sobre todo los postres, también han sido elementos importantes en la vida de Alberto, aunque sus amigos aseguran que no sabe cocinar un huevo. En una especie de epicureísmo, el ejercicio de la gastronomía y la amistad se convirtieron en un estilo de vida en donde el arte siempre era protagonista.
Así surgió la idea del Museo de Arte Moderno de Medellín. Alberto y siete amigos más vieron que La Oficina no podría sostener un grupo grande de artistas. Sierra tomó la iniciativa de escribirle a Fernando Botero para pedirle ayuda, pero el maestro le respondió que con el Museo de Antioquia era suficiente. En medio de ese vacío que había dejado el fin de las bienales, el Mamm cobró vida en 1978. Con la siguiente Bienal de Arte, en el 81, Sierra y el nuevo museo presentaron la contra-propuesta del Coloquio de Arte No Objetual.
Ese ha sido el sello de Alberto Sierra, estar proponiendo cosas, estar luchando para promover el arte y estar discutiéndolo. En fin, estar.
Conocer a Alberto Sierra
“He sido muy ambicioso y he querido estar en muchas partes” dice Alberto Sierra, mientras se toca el pelo con desespero y murmura que ya van muchas preguntas.
Dicen que eso es lo que le ha ganado contrincantes y enemistades, el haber ocupado tantos puestos y haberse posicionado como voz principal del buen arte en el país. Hoy hace parte de la junta del Mamm y trabaja con Eafit y Suramericana; La Oficina sigue ofreciendo exposiciones. Alberto es un hombre pragmático a quienes sus más cercanos lo definen, por encima de curador, museógrafo y crítico, como amigo inigualable. Un hombre de pasiones extremas, sin puntos intermedios. Un hombre al que le gusta viajar, visitar ciudades como Chicago por su oferta de arte y arquitectura, que ama caminar y si es en la playa, mejor; que odia escribir aunque se vea obligado a hacerlo por su trabajo, lleno de sobrinos y adorador de sus hermanas, lector incansable de prensa y libros, y coleccionista de arte.
En la casa guarda una increíble colección de obras. Muchas las ha comprado y otras han sido donaciones de artistas. En su cuarto cuelga La Caza, de Beatriz González, y no sería para menos, pues además de considerarla una amiga muy cercana, dice que, junto a Doris Salcedo, es la artista colombiana más sólida. De ahí que piense que su mejor curaduría fue la reciente retrospectiva de la maestra en el Mamm.
Las retrospectivas y las revisiones son sus trabajos favoritos. En sus años como curador y museógrafo, hacer recorridos temáticos en el arte ha sido una constante. Menciona revisiones como la mujer vista desde el arte colonial hasta el contemporáneo, y lo mismo con temas como el paisaje o el trabajo.
Aunque muchos conozcan su labor, a Alberto Sierra hay que conocerlo bien para quererlo. Después de penetrar esa fachada dura, que algunos justifican como exigencia consigo mismo y con los demás, se encuentra el hombre al que sus amigos adoran.