Juan Carlos Uribe
La espiritualidad y la vida austera son algunas de las características de este egresado suigéneris del Columbus School
Juan Carlos Uribe
“Nadie se imagina que a este cuchitril de Guayabal La Raya puedan venir tantas personas”, comenta Juan Carlos Uribe, interrumpiendo una vez más el relato de la aventura de su vida para saludar a nuevos comensales que llegan a Buena Mar. Es el capitán de este “cuchitril”, un acogedor restaurante de tres pisos situado a dos cuadras de la Central Mayorista. Aquí llegan líderes de pesca del Orinoco, veteranos pescadores del Chocó, taitas del alto Putumayo, indígenas peruanos, empresarios, músicos, poetas y asalariados comunes y silvestres, toda una serie de personajes variopintos que ha conocido en alguna de sus correrías o que simplemente vienen atraídos por la fama de su cocina.
Más que una experiencia gastronómica, visitar Buena Mar es un viaje por los recuerdos, la sensibilidad y la filosofía sencilla de vida de este pescador y navegante de 52 años, tallador de madera, sanador “cuando el Padre me lo permite” y por siempre aventurero.
En medio de la bulla del tráfico del sector, Buena Mar es un oasis donde Juan Carlos puede darse el lujo de disertar sobre la paz del espíritu. Entre peceras, plantas, hamacas, timones, pinturas, tallas de madera y aromas que evocan la vida del mar, cuenta historias, prepara diferentes platos con Carlina -su cocinera estrella- y atiende las mesas, todo simultáneamente y sin perder el hilo y el buen ánimo.
Arriba del fogón, donde un bravo se cuece en la deliciosa salsa de la casa, sobresale un letrero de madera que más parece una advertencia: “Cocina leenta”. Esta allí por sugerencia de un alto ejecutivo, quien perdió la paciencia a la espera de un almuerzo, recién inaugurado el restaurante, hace ya ocho años. La recobró cuando probó el celestial bocado marino, pero pidió a Juan Carlos que pusiera la aclaración, bien visible, de cocina leenta, con doble e, para que los clientes supieran a qué atenerse.
Puntos de giro
A los 18 años y recién egresado del Columbus School, todo apuntaba a que siguiera los pasos de su padre y se convirtiera en ejecutivo. “Era el año 78 y en Medellín había cuatro opciones: estudiar Derecho en la Medellín, Medicina en el CES, Arquitectura en Bolivariana o Administración de Empresas en Eafit”. La quinta opción se la inventó él: la selva virgen, y cambió las comodidades de hijo del gerente de una multinacional, por un rancho de tres metros por cinco en una playa de Bahía Solano. Quería ser pescador, vivir con los nativos y, sobre todo, rehuir el sistema de “carro, casa, endeudamiento y beca” en el cual se sentía matriculado.
Pocos meses después, una leishmaniasis lo trajo de vuelta a la civilización, pero al recuperarse despedazó por segunda vez los sueños paternos. Se embarcó como ayudante de oficios varios en una naviera alemana. “Eran estrictos hasta para exprimir una trapeadora”, recuerda. Fueron dos años en medio de tempestades en aguas del norte de Europa, mareos y tareas de limpieza que en un principio le revolcaron más la cabeza que el estómago, pero que lo convirtieron en navegante hábil y cocinero recursivo.
A esta altura de la narración, Juan Carlos se abstiene de revelar los pormenores de un naufragio en la Costa de la Muerte, en el que conoció de cerca no solo la muerte sino el lado oscuro del corazón humano. Una vez rescatados, abandonó el barco y estuvo a punto de tirar el mar por la borda para estudiar psicología. Pero hay designios tan misteriosos como ineludibles: resultó estudiando tecnología marina y pesquera en Estados Unidos, viviendo en un puerto de pescadores y, luego, en una granja de cultivo de camarones, en la frontera con México.
El Pacífico, mientras tanto, no dejaba de llamarlo y la selva de Bahía Solano se lo tragó de nuevo, esta vez por 11 años. “Me quedé viviendo como ermitaño, como Róbinson Crusoe, con letrina y sin espejos, porque no me interesaba cómo me veía sino cómo me sentía. Al principio pescaba; luego empezó a llegar turismo ecológico, gente muy mágica: personas que iban a meditar y a buscar contacto telepático con los delfines; expertos en tarot egipcio; hechiceras doctas en la baraja francesa y el I Ching; monjes en peregrinaje hacia la India, señoras que alineaban chacras y ayudaban en exorcismos; llegaba el que sabía de plantas, el buscador, el aventurero. Yo manejaba la lancha, los llevaba a los pescaderos y convertí mi casa en una pequeña posada”.
Por petición de los turistas, después de siete años instaló sanitarios y colgó varios espejos, pero la presión de los grupos armados lo obligó a regresar a Medellín.
Y aquí comenzó de la nada, trayendo pescado fresco de Bahía, echándoselo al hombro y surtiendo restaurantes, negocio que continúa hoy. Luego puso un puesto de cebiches, “se fue regando la bola” y después abrió Buena Mar, hasta el sol de hoy.
Su vocación de ermitaño sigue en pie. Sólo hace un año, más por insistencia ajena, conectó luz eléctrica en su casa, en el Alto de Las Palmas, y dejó de cargar agua de la quebrada. Madruga a alimentar guacharacas, a tallar madera, a sembrar matas, y al mediodía baja a atender el restaurante y a ayudarle a la negra Carlina en la cocina. De las cifras y las cuentas, que se ocupen otros.
Su espíritu aventurero también está vigente. Hace poco regresó de Indonesia con una nueva técnica de cocina en cáscara de coco, con la cual espera seguir conquistando paladares y sonrisas. Después de todo, “ver que la gente sale contenta de comer acá, para mí es la felicidad más grande”.
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