Marlon Andrés fue hallado dentro de un costal. A Sindy Johana la encontraron abandonada, desnuda y sin vida. A Juan Esteban le dispararon sicarios. “¿Algo debían?”. Esa pregunta es despreciable. Es más pertinente preguntarse ¿como sociedad qué les quedamos debiendo?
¿Cómo debería morir un niño? La pregunta conmueve; intentar respuestas sacude el corazón. Tal vez solo una alternativa podría tener cabida en esa dura realidad: la de morir en paz.
La de Marlon Andrés Cuesta, un niño de Medellín, es una vida truncada. Y no fue en paz. Fue reportado como desaparecido durante once días y la búsqueda terminó con un hallazgo macabro: su cuerpo estaba abandonado dentro de un costal, atado de pies y manos. Según adelantó el comandante de la Policía Metropolitana, general Eliécer Camacho, Marlon Andrés perdió la vida por asfixia mecánica. Tenía seis años. La mamá, Sandra Milena, ahora tiene acompañamiento de la Policía. Dice el general Camacho que por amenazas.
La indiferencia ya no tiene cabida en una ciudad donde este año seis menores de 13 años murieron por causas violentas. Tampoco es posible la mirada corta que sirve de consuelo porque la violencia de este tipo golpea es en “otros barrios”.
¿Debe morir un niño de esa manera? ¿O debe vivir, como les ocurre a otros, obligado por la delincuencia a esconder y transportar armas y drogas o a funcionar como vigilante y campanero al servicio de traficantes? ¿O debe ser “alquilado” por sus padres (¿también debería ponerse padres entre comillas?) para que preste tareas de mendicidad? Ocurre en Medellín.
Y también mueren niños como Sindy Johana Toro Pérez. Tenía doce años. Fue reportada por sus familiares como desaparecida y luego hallada desnuda y sin vida. Según Medicina Legal, la niña fue abusada sexualmente y luego estrangulada. O como Juan Esteban Ardila Velásquez, de 16 años, atacado a disparos por sicarios.
Estas vidas no fueron interrumpidas con violencia en el sector Esfuerzos de Paz # 1, por Villahermosa, o en San Cristóbal o en Belén. Son vidas de niños de Medellín y nos deben doler a todos.
No es posible la indiferencia en una ciudad donde en lo que va del año seis menores de 13 años murieron por causas violentas. Tampoco es posible la mirada corta de que la violencia de este tipo golpea es en zonas distantes. Es la misma ciudad. Y es la misma región: en Antioquia van 68 asesinatos de este tipo. Tampoco nos debemos permitir la mirada indolente e irresponsable que suelta frases como la tan cuestionable del “algo debían”.
Es necesaria la conmoción por la muerte sin paz de niños y también por la violencia general: hasta el miércoles 21 de agosto, este año Medellín había sufrido 427 homicidios. Bajo esa crisis de vida, las historias de la innovación, de la pujanza de la ingeniería o de la proyección al mundo, no se pueden contar completas.