Cuando más me duele el corazón, aparece una parte más sabia que vive en mí, que me recuerda que guardar a mi hija bajo mis alas va a causarle el dolor de no poder vivir su propia vida.
La maternidad me ha transformado. Me ha sacado canas y ha crecido mi corazón de maneras inimaginables. Por el segundo cumpleaños de mi hija escribí esta reflexión sobre el amor imposible de una madre. Amar es el riesgo más grande que corremos y el regalo más magnífico que jamás recibiremos.
Cuando tengo a mi chiquita en mis brazos la miro en sus ojitos y siento que quisiera protegerla de todo mal. Mi instinto de mamá me dice que la debo proteger de sentir dolor, pero entiendo que esto no es posible porque el dolor es parte de este mundo.
Mi corazón me duele porque sé que nunca voy a poder protegerla del todo. Sé que no importa qué tanto la guarde bajo mis alas, ella va a experimentar dolor, decepción y tristeza.
Al enfrentar esta realidad, y cuando más me duele el corazón, aparece una parte más sabia que vive en mí. Esta parte me recuerda que guardarla bajo mis alas va a causarle el dolor más grande de todos: el no poder vivir su propia vida.
Y entonces con el corazón arrugado la empujo al mundo, a este mundo lleno de milagros, amor y belleza, pero también lleno de incertidumbre, crueldad y dolor. Este mundo donde encontrará quienes la amen y también encontrará los que la rechacen y le rompan su corazón. Saco fuerza al recordar que los seres humanos venimos preparados para el sufrimiento y que ella es fuerte, más fuerte de lo que mi instinto me hace pensar.
Mi sabiduría me dice que, más que protegerla, la debo preparar. Y entonces le enseño a sentir: a sentir su dolor, su miedo y su rabia y sobre todo a sentir su felicidad. La enseño a levantarse después de cada caída y a conectarse con el amor que vive en ella. Y aunque es chiquita, cada día se va desprendiendo de mí. La veo alejarse y la observo en la distancia mientras explora su mundo, un mundo diferente al mío.
Mientras ella se aleja, siento que quiero cerrar mis alas y protegerme de sentir el dolor de verla partir, pero respiro profundo y las vuelvo a abrir. Recuerdo que yo también soy fuerte y capaz de experimentar sufrimiento. Me paro firme en la promesa que me hice de siempre vivir con el corazón abierto, no importa cuánto duela. Y me siento orgullosa porque sé que mi ejemplo será su mejor maestro.
Ella me mira desde lejos y ve mis alas abiertas y sabe que este es su hogar y que puede explorar el mundo porque siempre, siempre, puede volver a casa.
Si hay algo que quiero que mi chiquita sepa, es que ella siempre pertenece a su familia y que nunca tendrá que ganarse nuestro amor, pues ya lo tiene todo.