Nos enseñaron que debemos ser prudentes para evitar riesgos que puedan traernos “sufrimientos innecesarios”. A vivir con miedo, pudor, con límites claros, con la edad como ancla.
En los últimos meses he aprendido más que en los cinco años que me tomó terminar mi pregrado. De hecho, lo he aprendido de personas que no han pasado por una alma mater más de un par de semestres. Y, mucho más impactante en ese orden de reglas sociales de mérito, conocimiento y legitimidad, de personas menores que mis 23 años.
Lo pienso y recuerdo una y otra vez ese discurso tormentoso que nos convenció de que de nuestra elección de universidad y carrera profesional dependía nuestro futuro. Y en ese sermón nos fuimos yendo todos, augurando éxito a largo plazo al pagar matrículas sobrevaluadas en las “mejores universidades” o cuotas descaradas en las instituciones de crédito educativo. Pero que a fin de cuentas, más allá de la frustración de que ese éxito dependiera del poder adquisitivo de nuestros padres y no de nuestro talento, nos hicieron soñar con un prestigio asegurado de actuar acorde a un momento perfecto, en el lugar perfecto, cumpliendo las normas de un éxito social estándar que en perspectiva son adoctrinantes y poco efectivas.
Nos enseñaron que la vida es una serie de reglas y momentos precisos para cada cosa. Que no debemos aventurarnos a vivir algo que no va con nuestra edad, por más grande que sea el sueño. Que es mejor ir lento, pero seguro. Que debemos actuar acorde al lugar y a las personas que nos rodean. Que debemos ser prudentes y mesurados para así evitar riesgos que puedan traernos “sufrimientos innecesarios”. Nos enseñaron a vivir con miedo, pudor, con límites claros, con la edad en mente como ancla, como si ello definiera nuestro piso y nuestro norte.
Nos enseñaron a pensar que lo correcto era lo ordinario, el camino muy recorrido como el camino que es útil solo porque la mayoría pasa por ahí. Nos enseñaron a soñar con miedo de desviarnos a un camino poco concurrido que nos asegurará un éxito inmediato.
Nos enseñaron a utilizar atajos: nos mataron la intuición, el deseo, la curiosidad. Nos prediseñaron el destino.
He aprendido tanto en estos últimos meses porque aún hay tercos, locos, que se salen de esos cánones y hoy son esos ídolos que nos mueven a creer que hay una mejor forma, que la vida es un dibujo libre, aunque el de la mayoría venga con márgenes en el medio.