Casi siempre está perdida en medio de la multitud de objetos de mi casa. La busco de vez en cuando, seguro de que ya no la volveré a encontrar porque quizá alguien resolvió que estaría mejor en su casa que en la mía y se la llevó. Pero no. Siempre acaba por aparecer, oculta detrás de cualquier otra cosa insignificante que nos hace perder de vista su sencilla maravilla.
Por: Carlos Arturo Fernández
Es una pequeña copa de cobre, elemental y tal vez sin otro interés que el de haberla encontrado de manera casual y haberla recatado de un ventorrillo polvoriento y perdido, en medio de una llanura desértica de Jordania, cerca de Qasr Kharana, uno de los fantásticos “castillos del desierto” que se conservan al este de Amman y que pocos turistas visitan: una veintena de fortalezas, albergues de caravanas y hasta palacios de recreo y baños árabes, casi todos construidos en época omeya, entre los siglos VII y VIII.
Qasr Kharana es una gran construcción de dos pisos, de planta cuadrada, austera, sin las decoraciones y pinturas que conservan otros castillos del desierto. No es claro para qué se utilizaba: demasiado sencilla para ser un palacete de lujo, sin rastros de instalaciones militares, sin las condiciones mínimas para ser un caravasar por la falta de agua en las cercanías. Es un misterio magnífico poder recorrer un edificio tan notable sin saber, realmente, qué ocurría dentro de sus muros.
Y allí, cerca del aparcamiento de los autobuses, demasiado grande para el único autobús de turismo que vimos en todo el recorrido, el nuestro, estaba la exhibición de las cosas pequeñas e insignificantes que pueden ir quedando abandonadas al paso de los beduinos nómadas cuando levantan sus campamentos. No recuerdo qué más había en aquella mesa, quizá porque, como ocurre siempre cuando encontramos un alma gemela en medio de la multitud, todo lo demás desaparece y solo queda el testimonio del encuentro. Porque, al fin de cuentas, los objetos son también realidades vivas, seres humanos cargados de historia, de vivencias y de recuerdos, no meras cosas sin trascendencia sino encarnaciones de mundos, de símbolos y de significados que la vida nos da el placer de encontrar.
Parece mucho decir de un objeto tan pobre, de poco más de 6 centímetros de diámetro por 5 de altura, con apenas una banda de pequeñas incisiones diagonales que rodean la parte central de la copa y unos toscos e imprecisos quiebres en su base que intentan infructuosamente dar la sensación de un esquema floral. Pero me impacta su presencia porque me hace pensar en la vida de los objetos, casi siempre despreciados cuando se ven apenas desde los puntos de vista del consumo, la acumulación y el fetichismo.
Este, por el contrario, es un objeto vivo, espléndido simplemente porque sigue vivo y no ha perdido su historia y su pasado. Pero es mudo; o, quizá mejor, yo soy sordo cuando él me quiere hablar. Quisiera saber de su vida, cómo pasó de las mesas ricas o pobres para las cuales fue creado a la del ventorrillo polvoriento donde lo encontré. Nunca la conoceré, como es claro e inevitable. Pero eso no significa que esa historia no exista, que mi copita de Jordania no esté cargada de vida. Y la vida es búsqueda de sentido, deseo de eternidad.
Quizá encontré mi pequeña copa jordana, precisamente porque los turistas prefieren dirigirse en masa a la increíble ciudad de Petra o intentar inútilmente sumergirse en las extrañas aguas del Mar Muerto antes de que acaben por desaparecer. Casi siempre ocurre así: la vida nos depara los mejores encuentros en medio del silencio y de la soledad, aunque tal vez pase mucho tiempo para que comprendamos que esos fueron los momentos más bellos, que nos iban a acompañar luego como parte de nosotros mismos.
Somos demasiado ególatras y creemos que lo único importante es nuestra propia vida. Pero los objetos están ahí para recordarnos que ellos y que los hombres que los crearon caminaron y existieron antes que nosotros. Y, tal vez, si sigue gozando de la suerte que la ha traído hasta aquí, cuando de mí no quede sino un lejano recuerdo, mi pequeña copa de Jordania seguirá contando su historia.
Seguramente todos serán sordos a sus palabras, pero ella podrá decir que está aquí porque una vez, hace ya mucho tiempo, un desconocido la rescató de un polvoriento ventorrillo junto a Qasr Kharana.