A finales de los años setenta, Mykonos era una isla fascinante. Casi íntima, con una pequeña aldea que funcionaba como capital y una gran cantidad de playas tranquilas donde se podía estar desnudos sin que eso significara nada más que un espacio de libertad extraña y feliz.
Por: Carlos Arturo Fernández
Por supuesto, se vivía ya un clima de fiesta continua en Chora, la capital de la isla; pero ese mundo del jet set internacional estaba muy lejos de las expectativas de los centenares de mochileros que llegaban en los ferries en busca de un paraíso mucho más natural y sencillo. Las calles laberínticas de Chora ofrecían artesanías y “giros pita”, cerveza y ouzo a precios módicos.
Los mochileros llegaban al viejo puerto donde, junto a la iglesita de San Nicolás, un gigantesco alcatraz, que parecía sobrevivir a las generaciones, era el foco de todas las miradas y el objetivo de todas las fotografías. Nos perdíamos en las callecitas de Mykonos para llegar, no se sabe muy bien cómo, hasta la colina de los molinos de viento desde donde se tiene una vista privilegiada de la “Pequeña Venecia”, una serie de construcciones que dan directamente sobre el mar y desde donde se disfrutan los más bellos atardeceres que puedan imaginarse.
Luego, los mochileros tomábamos el autobús urbano que nos acercaba a las playas “Paradise” y “Super Paradise” donde transcurrían días inolvidables de tranquilidad y de naturaleza, de sol maravilloso y de nudismo inocente, sin algarabías ni fiestas. Quienes llevaban carpas las instalaban frente a la playa; los demás nos alojábamos en espacios pequeñísimos, con suelo de arena donde era fácil acomodarse en los sacos de dormir. El día transcurría en paz, tomando el sol, intentando soportar el mar demasiado frío para los nativos del trópico caribeño, oyendo música y conversando. Por supuesto, era también un acercamiento a la diversidad; y junto a las parejas y los jóvenes héteros estaban quienes buscaban otras experiencias.
La playa era fantástica. La arena de “Paradise” era delicada y suave; atravesarla era muy difícil porque los pies se hundían en la arena, como si quisiera impedir que nos fuéramos a otra parte. “Super Paradise” estaba llena de pequeñísimos caracoles, tantos que, por momentos, parecía que, más que de arena, fuera una playa de conchitas diminutas. Cuarenta años después conservo un puñadito de esas maravillas; no tengo claro si me entristece no tener muchos más de esos caracolitos o si lo que me duele es el remordimiento de haber contribuido a acabar con un espacio maravilloso.
Y junto a Mykonos se visitaba la maravilla de Delos, santuario de todos los helenos, cuna de los mellizos Apolo y Artemisa, hijos de Zeus y de Latona. Subir hasta la cumbre del santuario, atravesando los restos de la urbanización helenística y romana, sigue siendo una experiencia inolvidable. En Delos el cielo es más transparente y el mar es más azul. Y todavía hoy, Delos sigue siendo silenciosa y tranquila.
Pero Mykonos ya no es así. Es inevitable que esto suene a nostalgia romántica. Centenares de miles de turistas llegan cada año a la isla; la ciudad ha cambiado sus locales de artesanía por almacenes de grandes marcas; una proporción demasiado pequeña de los turistas gasta una mañana para ir a Delos, en lugar de quedarse en el laberinto de Chora. “Paradise” es ahora un espacio de fiesta pesada. Las playas nudistas o naturistas desaparecieron porque los nuevos dueños árabes las consideran impuras. No sé si habrá conchitas en las playas; quizá ya nadie las ve porque la vida es más intensa o porque los viejos románticos acabamos con ellas.
Pero no son solo las playas. Este paraíso está siendo sometido a una explotación constructiva que, forzosamente, destruye el paisaje y la normalidad de la vida en una isla demasiado pequeña, con carreteras estrechas y escarpadas que ahora parecen las vías congestionadas de una gran ciudad. La fiesta es dura; pero mi espíritu no me permite criticarla. Sin embargo, quizá, lo mismo que muchos otros lugares del mundo, Mykonos necesita un control del turismo. Por ahora me quedo con el recuerdo, más que con el presente, como un viejo nostálgico.