Ojalá llegue el día en el que la gente llegue a Sarajevo con el mismo espíritu desprevenido y feliz con que el que se visitan las calles de Roma o de Londres. No porque Londres y Roma no hayan sido testigos de atrocidades inenarrables; quizá no existe ningún lugar de la Tierra que pueda considerase libre del horror y de la vergüenza de lo que hemos sido capaces de hacer a nuestros semejantes. Pero Sarajevo seguirá siendo durante muchos años un grito desgarrado de rechazo al odio sin sentido, contra la religión como arma del nacionalismo en manos de los políticos o de la economía del dolor, contra la guerra fratricida. Aunque ello sea un pleonasmo, porque siempre las guerras son fratricidas si, por principio, todos somos hermanos, hijos de Dios, miembros de la familia humana.
Entre 1992 y 1995 Sarajevo estuvo sometida al asedio de los soldados y paramilitares serbios. No es necesario entrar en los motivos de la guerra para sentir el terror de los habitantes que día a día estuvieron sometidos al fuego de los francotiradores que, desde las colinas, demasiado cercanas, disparaban contra quienes iban a buscar agua o pan, contra los niños que querían seguir yendo al colegio o las mujeres y hombres que estaban dispuestos a poner su vida en peligro para que Sarajevo siguiera viva.
A lo largo del asedio cayeron sobre la ciudad infinitos morteros; unas 330 explosiones por día, aunque el 22 de julio de 1993 fueron 3.777. Y, por supuesto, muchas de ellas lograron su objetivo diabólico de muerte y destrucción. El 40% de la población huyó. Unas 12 mil personas murieron en el asedio, muchas de ellas víctimas de los francotiradores que atacaban indiscriminadamente a quien se exponía. Pero muchas otras cayeron en ataques masivos. Y Sarajevo los quiso recordar.
Cuando hoy se camina por las calles de la ciudad, aparecen en el piso las “rosas de Sarajevo”. Cada bomba que caía sobre el pavimento hacía un cráter y luego las esquirlas también herían el piso, formando un patrón más o menos circular. Pronto alguien pensó en llenar esos huecos con resina roja; se generaba así una especie de rosa de sangre y de dolor; pero, al mismo tiempo era una idea de floración y, por tanto, de posibilidad de nueva vida. Y cuando era posible, en un muro cercano se registraban la fecha y los nombres de los muertos.
Cada encuentro es una experiencia traumática: “también aquí pasó”. También aquí como dos cuadras atrás; aquí murieron 26, 68 frente al mercado, 15 en un partido de fútbol, 12 haciendo fila para recoger agua. ¿Qué más debemos ver?
Por desgracia, muchas “rosas” son eliminadas cuando se renueva una calle, una acera o un edificio; es más sencillo olvidar que recordar y las “rosas” están en peligro de extinción. A veces la primera rosa ha sido reemplazada por una versión en cerámica que recuerda el horror de la explosión mortífera, aunque ciertamente higienizada al convertirla en una especie de obra de arte.
Quizá algún día Sarajevo será de nuevo, sobre todo, “la Jerusalén de Europa”, que acoge en su corazón más íntimo a judíos, musulmanes, ortodoxos y católicos. Ojalá ese día esté cercano. Pero mientras todos buscamos olvidar el horror, debería ser posible que Sarajevo fuera, sobre todo, la ciudad de “las rosas”: la que ha sido capaz convertir sus calles y plazas en monumentos a las víctimas del odio incontrolable, que encontraron la muerte por el solo motivo de querer seguir viviendo como seres humanos, en una ciudad que intentaba vivir mientras se enfrentaba con la muerte.