Una de las modelos de Victoria’s Secret se defendía ante las críticas que le hicieron por tener una pancita que le quedó por su embarazo, más pequeña que una inflamación de colon.
Entré al baño del gimnasio antes de comenzar mi rutina. Escuché a una chica que en el baño de al lado vomitaba. Pensé, de inmediato, que algo le había caído mal o que se sentía indispuesta. El ser humano siempre tiene fe en que las cosas pueden ser mejor de lo que parecen aunque se muestren diáfanas en su oscuridad. Luego recordé dónde estaba y entendí. Me sentí triste y con ira, primero por ser parte de esa basura que cree y después por ella, que lo creyó.
Salí del baño y no pude quitarme la imagen de la cabeza. Las arcadas martillantes y ella, en su licra y tenis deportivos, agachada, asistiendo a una cita impuesta para sentirse bien con ella misma. Fallida. Una tortura esclavizante y cíclica.
Algún día me iba a tocar. Como la guerra, de la que lees y escuchas y te dueles, pero no te clava el pecho. Ahora, me rompía por dentro.
Recordé que hace un par de días vi un post de Candice, una de las modelos de Victoria’s Secret, en el que se defendía ante las críticas que le hicieron por unas fotos de paparazzi que le tomaron en la playa una semana después de tener a su segundo hijo. La recriminaron por tener una pancita mínima que le quedó por su embarazo, más pequeña que una inflamación de colon regular.
Esta mujer sigue siendo un milagro de la naturaleza y el mundo se empecina en decirle que está mal porque espera una perfección imposible. Todas sabemos a lo que ella está expuesta porque todas lo estamos.
El mundo sigue girando porque creemos un discurso que nos enferma, ese mismo que nos dice qué hacer para sentirnos mejor. Nos engañan para vendernos una falsa solución. La industria vive de nuestros miedos, complejos y dolores internos. Una industria transparente no te ocultaría las arrugas sino que te hidrataría la piel, no excluiría tu talla sino que diseñaría a tu medida, no te vendería la felicidad sino un accesorio para tu sonrisa.
En una sociedad que se enriquece de tus dudas y miedos, tener amor propio es un acto de rebeldía. Creemos y consumimos discursos tan arbitrarios que perdemos toda noción de lo que para nosotros está bien. Olvidamos qué creemos bello, qué amamos de nuestro cuerpo y nuestras propias definiciones, para luego vestirnos de las mismas máscaras que están de moda y así pasar desapercibidos. Porque que nos libre Dios de dar de qué hablar.
Ya quisiera que en los paquetes no dijeran que son cruelty free o gluten free sino self doubt free, prejuicios free, manipulación free. Basura free. ¡Productos sostenibles y responsables! Con el mundo y con nosotros.
Nos visten, nos cortan, nos cosen, nos pintan, nos educan para obedecer. Fui testigo de cómo se hacía pedazos por encajar porque ella creyó de lo que en algún momento fui cómplice porque en el fondo, muy en el fondo, yo estaba ahí para recordárselo. Nos dejamos vestir, nos cortamos, nos cosemos, nos pintamos, les creemos. Lejos de ser la experiencia más aterradora, logró exorcizarme del deseo a ser.
Nota: Tal vez ella sí estaba enferma. Tal vez, ojalá.