El gran filósofo alemán Hans-Georg Gadamer permanece con nosotros para descubrir y seguir recordando nuestra sordera crónica cuando muchas veces afirmamos convencidos que estamos en abierta conversación con otra persona. La explicación es sencilla y contundente: no hay interés en oír, sino en ser escuchado. Es decir, estamos tan imbuidos en el mundo de nuestras ideas, razones y motivos, que solo nos resuenan aquellas voces que aplauden y refuerzan lo dicho por nosotros. Es lo mismo que se conoce en redes como la “cámara de eco” que acaba por distanciarnos cada vez más de lo diferente o de lo contrario; y que, por tanto, cuando lo encontramos nos suena como sospechoso, peligroso, equivocado, mentiroso.
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Sabemos desde siempre que en ese escenario se cocinan todo tipo de prejuicios y maltratos porque se desconoce el legítimo derecho a disentir frente a argumentos que pueden ser valiosos y legítimos, aunque sean diferentes.
Una importante señal de inteligencia social aparece cuando asumimos y ejercitamos el poder retador y transformador de la duda. Pero eso solo es posible si hay interés en oír.
Aprender a escuchar para comparar, para agregarnos otra mirada, porque nada en la vida se mueve entre el negro y el blanco, sino que lo real y verdadero aparece entre complejos matices de grises. Avanzar hacia la alteridad o comprensión mutua y recíproca es una especie de tejido en el que distintos materiales y puntadas participan para dar forma a totalidades a partir de fragmentos.
La generosa disponibilidad, que no existe sin una verdadera escucha, es entonces definitiva cuando deseamos interacciones sociales auténticas e interesadas en crecer juntos para progresar, para mejorar. Para eso, se necesita compromiso, persistencia, valor, espíritu colaborativo y de manera especial mantener a raya a la peligrosa arrogancia, que irrumpe sin pedir permiso para retener el control y la supremacía y seguir trayendo maltrato y desigualdad. Por eso es necesario aprender a escuchar y quitarle el miedo a parecer inseguros o dudosos, lo que nada tiene que ver con ausencia de criterios, porque ese rasgo es más bien propio de nuestra naturaleza humana imperfecta e incompleta. Más que debilidad es muestra de profunda humanidad, compasión y entendimiento.
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Vayamos de nuevo al luminoso Gadamer para poner una alerta en el vicio que tenemos la mayoría de nosotros: ir pensando en lo que vamos a responder mientras el otro habla. La escucha activa equivale a dejar silenciada la cabeza para poder prestar toda la atención al otro, sin estorbos, sin sordera. Esa práctica requiere entrenamiento para adquirir conciencia plena y para dejar de escuchar solo nuestra distraída voz interna, cuando sea necesario. De lo contrario, sin darnos cuenta habremos perdido la oportunidad irrepetible de ser enriquecidos por lo nuevo, lo distinto, lo igualmente valioso de ser considerado. A eso se refiere el pensador citado cuando habla de la incapacidad para el diálogo, que se produce por estar absortos en el eco de nuestra propia voz.
Nos queda entonces la tarea de lograr girar desde simple sentido involuntario y pasivo de oír, hasta la habilidad del aprender a escuchar que requiere mucha atención para comprender e interpretar.
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