Hay expresiones que, sin darnos cuenta, repetimos como si fueran verdades universales. “Esa persona es gente de bien”. “Necesitamos más gente de bien en este país”. Pero, ¿qué significa realmente serlo? ¿Quién lo decide y por qué, a veces, la frase suena más a exclusión que a virtud?
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Explorar la historia del término es abrir una ventana incómoda. Durante siglos, “gente de bien” fue un pasaporte social. En los padrones coloniales de Hispanoamérica y España, esta etiqueta distinguía a quienes tenían linaje, fortuna o apellido europeo —no a quienes hacían el bien—. Ser “gente de bien” era, ante todo, pertenecer a la clase alta o a los círculos del poder. No importaba tanto cómo tratabas al otro; lo importante era de dónde venías, cuánto tenías, a quién conocías.
Con el tiempo, la frase mutó, pero nunca perdió ese aroma a distinción. Se volvió aspiracional, un elogio que casi siempre dice más del que lo pronuncia, que de quien lo recibe. Y por eso, no es casualidad que, hoy, la expresión se siga usando para marcar diferencias: “ellos”, la amenaza; “nosotros”, los buenos, “los de bien”.
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Vale la pena detenerse a pensar: ¿cómo usamos hoy esa etiqueta? Cuando alguien la pronuncia, ¿todos entendemos lo mismo? ¿Hablamos de una actitud ética, de un compromiso social, o sólo de una idea heredada de costumbre y estatus? En medio de tanta desigualdad y urgencia social, es un buen momento para revisar el significado que damos a “gente de bien”.
Para mí, ser gente de bien no depende del estrato social, del barrio donde vivimos, el dinero que tenemos o el cargo que ocupemos. Ni de la forma de vestir, ni de la afiliación política o ideológica. Es, simplemente, una cuestión de integridad y de cómo elegimos actuar frente a los demás.
Ser “gente de bien” es, en el fondo, comprometerse a hacer el bien sin esperar nada a cambio. Es responsabilizarnos de nuestras acciones, servir a los demás y elegir la empatía como base de nuestras relaciones. Es decidir, de forma consciente, aportar valor y no causar daño, desde el pensamiento, la palabra y el acto. Día tras día. Todos los días.
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Lama Yeshe, uno de los grandes maestros budistas tibetanos, enseñó que la auténtica espiritualidad se traduce en acciones diarias:
“El dharma [el principio de actuar correctamente, con ética y propósito, contribuyendo al bien común] no está en las palabras, sino en la manera en que transformamos nuestra mente y nuestro corazón para beneficio de los demás”.
Dicho esto, y con esta redefinición del concepto, sí necesitamos más gente de bien —más personas “divinamente”, como dirían en Bogotá—. Personas dispuestas a involucrarse, a tender la mano, a hacerse responsables del impacto de sus acciones. Que comprendan que la verdadera transformación comienza en uno mismo y se refleja en el bienestar que generamos para nosotros y para los demás.
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Solo cuando somos parte activa de la ecuación del bienestar, podemos decir que somos, de verdad, gente de bien.