El acceso a los recursos escasos las sociedades históricamente lo han resuelto de diferentes maneras: una muy usada ha sido la guerra, como lo sabemos todos. Pero también a través del ingenio el ser humano ha logrado hacerse a nuevos recursos. Terminada la Segunda Guerra Mundial los índices de natalidad se dispararon y nadie sabía qué podía pasar. Algunos presagiaban la inminente llegada de una hambruna de proporciones gigantescas: la tierra no daba para alimentar a tanta gente. Surgieron todo tipo de soluciones, incluida la del control natal, que se impulsó con especial énfasis en los países del tercer mundo… En medio de la Guerra Fría esto constituía también un asunto de enorme importancia estratégica para los Estados Unidos.
Pero la hambruna se pudo evitar gracias a la llamada revolución verde. La introducción de nuevas variedades híbridas – en particular de trigo, maíz, arroz -, la mecanización de la agricultura, el uso de fertilizantes y plaguicidas, permitió elevar la productividad a tal punto que probablemente la humanidad nunca había tenido tal cantidad de alimentos por habitante. La mayor disponibilidad de granos permitió a su vez la industrialización de la ganadería y la avicultura, lo que hizo posible el acceso de mucha gente a la proteína animal, antes accesible solo a ciertas clases acomodadas.
Con permiso hago una digresión. Han surgido cuestionamientos éticos en relación con la forma en que la especie humana maltrata a otras especies animales. Cada vez es mayor el número de voces que se alzan en contra de estas prácticas de explotación industrial, caracterizadas por su crueldad y falta de compasión con otros seres que, al igual que los humanos, sienten dolor, ansiedad y estrés. Algunos países han comenzado tímidamente a legislar en defensa de los animales y sobre la forma en que deben ser tratados en explotaciones avícolas, porcícolas y ganaderas.
La ley de las consecuencias imprevistas nos dice que cualquier acción humana genera también otros resultados que no habían sido tenidos en cuenta, que no eran esperados. La revolución verde no sólo permitió superar la hambruna que se avecinaba sino que empujó un proceso desbordado de urbanización en el mundo. Ya no se necesitaba tanta gente en el campo y había que salir a buscar oportunidades en las ciudades. Si en 1950 cerca del 30% de la población mundial habitaba en zonas urbanas, para el 2030 se espera que sea el 60%… En Colombia en 1950 lo urbano era el 37.5% y dentro de 10 años será el 80%. Como lo sabemos, en este país, más que a sustanciales mejoras en la productividad agropecuaria – que de eso más bien poco hemos tenido- , se debe a la constancia de la guerra interna.
El crecimiento urbano ha generado a su vez un sinnúmero de nuevas situaciones: se destacan el aumento en el nivel educativo medio de la población y la mayor movilidad social. Incrementos sostenidos en la productividad han hecho que el precio relativo de las cosas baje y que el consumo medio por persona haya crecido de manera exorbitante. Lo que tenemos hoy son grandes ciudades disfuncionales en las que la gente puede pasar cerca de mes y medio al año simplemente transportándose para atender sus asuntos…. Y los tiempos de desplazamiento serán mayores cada día.
No sólo es el fenómeno del automóvil. Es el consumo de todo tipo de bienes lo que crece y crece. En sus mejores momentos nuestra civilización logra alcanzar cierto equilibrio inestable; esto es lo que hemos tenido desde la Segunda Guerra Mundial. Ahora parece que nos estamos dirigiendo a un nuevo desequilibrio de alcance planetario. El mundo no tiene los recursos físicos necesarios para satisfacer ese apetito desaforado por bienes que se presenta en los países ricos y en las clases acomodadas de los países de ingresos medios y bajos: diríamos que aproximadamente por parte de algo así como el 30% de la población mundial. Pero ese porcentaje viene creciendo sostenidamente con el cambio de modelo económico en China, el crecimiento de India y, en general, con la disminución de la pobreza en el mundo.
Se han venido abriendo paso soluciones espontáneas: una de ellas es la cultura del anticonsumo. En California, por ejemplo – y no olvidemos que hacia donde se mueve California se mueve Estados Unidos -, ya son socialmente visibles comportamientos que van mucho más allá del simple ahorro de agua y energía. La llamada economía colaborativa es algo que también va tomando fuerza a nivel mundial: la generalización del intercambio de viviendas y vehículos por temporadas no sólo trae economías a nivel personal sino que hace innecesario por ejemplo la construcción de nuevos hoteles y su dotación. El teletrabajo y el uso de oficinas compartidas por varias empresas, son otros ejemplos de cómo se puede bajar la presión sobre los recursos del planeta. Sin embargo, tal vez todo ello no sea suficiente para revertir la tendencia. Se hace necesario impulsar acciones en todos los frentes, en especial en el campo educativo. Una nueva revolución verde, no ya orientada a aumentar la productividad en el campo, sino a formar hábitos de consumo más amorosos con la vida.
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