El hombre que construyó su adentro

En junio, José Ignacio Vélez abrirá la exposición “Entre espejos”, en la Casa de la Cultura de El Carmen de Viboral, con pinturas cerámicas suyas y de su maestro de infancia, Aníbal Gil.

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Por María Isabel Abad Londoño / [email protected]

Primero recuerda el cielo. El cielo abierto del mar de Tolú que visitaba en la infancia. El cielo encima, el mangle abajo. El cielo encima, las aves al vuelo. El cielo encima y sus soledades felices de quinto y último hijo, con intereses muy distintos a los de sus hermanos en su casa de Sabaneta. Mirar al cielo le producía una conexión profunda pero confusa en los primeros años en que la religión distorsionaba su relación con el misterio.

Luego recuerda la pintura. La pintura por la vía de su mamá. En su casa vio las copias de un retrato de Murillo y de una espalda de Degas, hechas por ella, en el taller de arte de Mariela Ochoa. Los óleos, la celebración de la belleza, los libros de Picasso y de Renoir lo enloquecieron y sin cumplir 12 años se encontró, de frente, con la certeza de que estaba hecho de arte.

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En ese momento buscó por su cuenta al artista Aníbal Gil. “¿Usted será que revisa lo que hago?”, le dijo por teléfono. Cuando llegó, se acreditó como un niño artista mostrándole su block de dibujos. En uno de ellos, unos pies atravesaban un paisaje dramático con unas tunas, era el infierno. Los mismos pies caminaban entre nubes delicadas: el paraíso. Así inició su camino como artista.

Con Aníbal, optó por un estilo de aprendizaje, casi medieval, de maestro a alumno. Se aburría en clases colectivas o en escuelas de arte. Continuó así, a los quince años, con Gustavo Jaramillo, quien se hizo maestro gracias a él, único alumno que tuvo en la vida. Con severidad, Jaramillo le ayudó a pulir el talento que ya traía.

Llegado el momento, eligió la arquitectura como carrera. Su imaginación chocó de frente con las exigencias que le hacían los profesores al abordar los retos de la tercera dimensión. Desistió. “Me encontré con abismos muy insondables, en discusiones con los profesores que yo no era capaz de dar porque mi cerebro no era tan racional y sí muy imaginativo. Me querían poner muchas camisas de fuerza, que lo entiendo; esto mide tanto, esto mide lo otro, pero yo quería volar más”.

Se trasladó a la carrera de Diseño Industrial y Gráfico, sin mucho entusiasmo. Ya era profesor de arte, exponía como pintor en salas importantes de Medellín y Bogotá, estudiaba grabado y hacía cerámica. Decidió llegar hasta el final de la carrera para complacer a su papá en el sueño de ser profesional. También a él le convino. Allí conoció a María Patricia Córdoba, “Tati”, con quien muy pronto empezaría a construir un amor longevo y atravesado por el campo, los oficios, el arte, las hijas y la complicidad.

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Al finalizar la carrera y como tesis de grado, José Ignacio y María Patricia presentaron una investigación que recuperaba los objetos cotidianos de la vida rural de Colombia. Sin saber que hacían de etnógrafos, caminaron (corriendo ellos mismos con los gastos) las veredas de Sucre, Córdoba, Antioquia, Huila, Cauca, Risaralda, Caldas y Chocó. Mientras ella tomaba fotografías y escribía, él ilustraba piezas como el mortero, la taraba, el garabato o el molinillo, por mencionar solo algunas entre las más de 300, que lograron catalogar en entrevistas directas con los artesanos y dentro de las casas campesinas.

Estas pinturas cerámicas están exhibidas en la casa de la cultura del Carmen y comparten espacio con las de Aníbal Gil su primer maestro de arte, a los 12 años. Foto: Archivo del artista.

Una vez finalizaron la carrera con esta tesis que abrió caminos, decidieron irse para Europa. Él para aprender cerámica. Ella, tejidos. Y en Florencia, en esa meca del arte, consciente de que sus capacidades le permitirían abordar con relativo éxito distintos artes y temas, intuyendo, por lo mismo, una posible dispersión, hizo una pausa para enfocarse. En un momento de autoconciencia, en una tarde que aún recuerda, en un apartamento estrecho, decidió acotar su vida creativa a una serie de palabras para poner en función de ellas sus posibilidades.

Escribió: montaña, río, mar, ave, nube, mesa, silla, casa, taza. Este conjunto de palabras rectoras lo pusieron a él en dirección a su propio adentro, hacia un destino, dentro de los muchos posibles, que sin saber muy bien cómo, quería construir. “A los 23 años yo empecé a hacer ese listado y aunque lo he ampliado un poco, con eso he trabajado toda mi vida”.

Con esto claro, fue escogiendo, muy a su estilo, un maestro para cada una de sus preguntas. “Giuseppe, Giuseppe” le dijeron en Porta Romana “esta escuela de cerámica es pequeña para ti, busca algo más que hacer”. Encontró, con Patricia, un curso de grabado en la Toscana.

Se enloqueció con el libro de Max Doerner sobre los materiales de la pintura. Por ese camino ingresó a la alquimia de los óleos y más adelante fue a intercambiar su tiempo en la Escuela de Artes y Oficios de Segovia, pidiéndole a los maestros que le enseñaran, solo a él, no el torno, ese no, sino la química de los esmaltes, los engobes y los secretos de las temperaturas, a cambio de que él dictara algunas clases en la escuela.

Campos y oficios

Volvió a Colombia, con Patricia, y nacieron las dos hijas. Ambos tuvieron la certeza de que no podían vivir sino en el campo, que no podían vivir sino de sus oficios. “Queremos vivir en el campo, nos dijimos, queremos ser independientes, nos dijimos, y yo creo que somos capaces de salir adelante, tú con tus telares y yo con mi torno. Lo planteamos así, lo seguimos así y eso nos dio muchas oportunidades”.

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Construyeron un lugar en El Carmen de Viboral, primero en la zona más retirada, luego en una más cerca a la cabecera municipal desde donde aportó, durante muchos años a los procesos de alfarería de la zona con apertura y entrega.

Entre los dos organizaron la economía y el tiempo en correspondencia con sus deseos. “Yo daba clases en la universidad, dos tardes a la semana, para asegurar, digamos, lo básico. Prefería levantarme a las 2 de la mañana, pintar, despertar a las hijas, vamos para el colegio, hacerles el desayuno, llegar y seguir haciendo mi alfarería”.

Durante esos primeros años de crianza, José Ignacio mantuvo una rutina que no abandonaba al artista, pero que se enfocaba en lo práctico: vendió escurridores de cubiertos, teteras, mantequilleras en distintas ferias que, con Patricia, ayudó a crear: la de Quirama, Expoartesano, Hecho a Mano. También, en esos años, compró una casa antigua en Guatapé, rodeada de potreros, como un sueño a largo plazo.

El ritmo cambió cuando ambos ganaron el premio de mejor stand en una feria de Cádiz (España): “Ahí yo decido parar mi taller de alfarería y consulto con Tati y mis hijas, que ya tienen 10 y 12 años, si me puedo dedicar al arte”. “Papá, lánzate”, le dijeron. Y ahí comienza para él una época de exploración con la cerámica, de creación de pinturas de gran formato y la consolidación de obras para grandes exposiciones en la Cámara de Comercio, la Universidad de Antioquia, entre otras.

En esta exploración se maravilla con esa escultura que, en lugar de perfilar un material al estilo de Rodin o Miguel Ángel, construye, como sugiere el artista vasco Jorge de Oteiza, un espacio interior, de volúmenes con sentido; ahí aparece, de forma teórica, la idea del adentro. Este descubrimiento lo reconcilia con los planos imposibles y atrevidos que planteaba en los primeros semestres de arquitectura y le permite hacer una propuesta de cerámicas de gran formato, como un gran bosque de árboles.

Y así va haciéndose, con disciplina, un artista del medio cerámico, que no es lo mismo que convertirse en un ceramista. En paralelo va cultivando, con Patricia, su bosque en Guatapé. Ambas actividades se van haciendo hermanas, como si el cultivador y el artista siguieran una misma pauta.

José Ignacio Vélez trabajó por muchos años en su casa taller en el Carmen de Viboral. Entregando su saber como artista y recibiendo de la comunidad local. Participó en la creación de diferentes ferias de artesanos. Foto: Archivo del artista

En el relato que hace del bosque, en el relato que hace del arte, hay también una conexión: “En el potrero, poco a poco, crece rastrojo”. Y en el artista, el deseo de dejarse encontrar por algo más allá de sí mismo: “Detrás del rastrojo, viene el helecho”. La conexión, en la creación, con los elementos habilitantes: la tierra, el agua, el fuego, con los que él convive durante mucho tiempo de una manera casi íntima: “Y detrás del helecho viene, digamos, lo que se llaman los pioneros: el yarumo, el sietecueros, el carate, el chagualo, el cincodedos, cantidades, cantidades, el uvito, el encenillo”.

En el plano del arte, se empapa de referentes que se pierden en el tiempo. Estudia la cerámica de hace 7 mil años, a los primitivistas y también encuentra propuestas de todas las épocas que le hablan directamente: “Y pues de ahí vienen los otros, los más grandes, los robles, los guayacanes, los cámbulos”. Y en el arte, bebe del Bosco, de Giorgio Morandi, de Piero de la Francesca, de gente que, como ‘los árboles’, tocan lo espiritual. “Si yo pongo la canoa en la nube”, dice “no es por una actitud surrealista, es por una actitud espiritual”.

Y así va construyendo su bosque y su arte, como actividades que no terminan. El bosque, reserva para el futuro; también el arte para los que luego beban de él. Y en el medio está él, están él y Tati, en esa casa centenaria y restaurada en lo fundamental para ser habitable, en el adentro de ese volumen verde y vivo, construido con paciencia en el tiempo. Desde ahí vive ahora inmerso en la naturaleza que ha pautado las formas que recrea, honrando una tradición de artesanos y artistas que hacen parte de sí mismo y se reflejan en sus obras, guiado, desde muy joven, por esas pocas palabras que le han servido como faro. A estas, añade otra.

—¿Sabes? Voy a decirte otra palabra que siempre me ha acompañado: la muerte.

—¿La muerte?

—Yo creo que la muerte es un destino al que hay que acercarnos con delicadeza, con profundidad y con emoción. Yo espero morirme feliz. Ya sabes que a los 12 años yo estaba pensando en mi muerte. Al principio de manera maluca, porque nos pintaron el infierno y el limbo y todas esas bobadas, pero después, con el arte, de manera magistral.

Ya ha conjurado temores y encontrado lenguajes cotidianos para acercarse a lo espiritual. Ya no lo sorprenderá el infierno que de niño lo atemorizaba. Y no lo hará porque ha construido, con la tierra que sus manos aprendieron a cultivar y a trabajar, su propio cielo.

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