Frustrarse también es liderar

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Hay días en los que uno simplemente se cansa. No es agotamiento físico, ni siquiera mental, es una especie de vacío persistente. Una palabra que no llega, una reunión que no resuelve, un proyecto que se disuelve en la lentitud. Una pequeña piedra en el zapato que no detiene el paso, pero sí lo incomoda.

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En el mundo corporativo hemos sido entrenados para resistir. La frustración, nos dijeron, es algo que se supera, se traga, se entierra debajo de un indicador o se neutraliza con otra tarea en la agenda. Nos volvimos especialistas en caminar con la piedra, sin mirarla, sin hablar de ella, sin siquiera reconocer que está ahí. Pero lo está.

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A veces la frustración nace del detalle más nimio: un correo que nunca se respondió, una promesa que se disolvió en la rutina, una propuesta que no fue escuchada con la atención que merecía, un WhatsApp que quedó en visto. No es que nos rompa, pero sí nos dobla; no nos paraliza, pero sí nos desvía, y entonces empezamos a caminar distinto: con más cautela, con más dureza, con menos ilusión.

Lo curioso es que esa incomodidad también revela algo: uno no se frustra por cualquier cosa, uno se frustra porque le importa, porque creyó, porque esperó, porque apostó. Frustrarse es la confirmación de que todavía sentimos algo por lo que hacemos y eso, en medio de tanta anestesia emocional, puede ser una buena señal.

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En mi caso, he aprendido —o más bien estoy aprendiendo— a no pelearme con esa sensación. A veces, cuando la frustración aparece, respiro, no para calmarme sino para escucharla. Me pregunto qué quiere decirme… ¿debo detenerme? ¿Debo hablar con alguien? ¿Debo cambiar algo de mí, o de la forma en la que me relaciono con mi trabajo?

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Recuerdo una tarde reciente en la que una idea que habíamos construido con entusiasmo con mi equipo fue desplazada sin mayor discusión. No hubo intención de herir, lo sé, pero me dolió. Me frustró. En lugar de reaccionar, salí a caminar en una terracita llena de árboles que tenemos en la oficina y cinco minutos bastaron. No para resolverlo, pero sí para entender que no siempre se trata de tener la razón, sino de recordar por qué hacemos lo que hacemos y desde ahí volver a la conversación, sin cinismo, sin resignación.

Porque eso es lo difícil de liderar: sostenerse cuando lo que uno quiere no ocurre, permanecer presente cuando no hay aplausos ni resultados, o buscar culpables, si no nuevas preguntas. Liderar no es evitar la frustración, es habitarla con decencia.

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Vivimos tiempos donde parecer imperturbable es una virtud y donde se aplaude más el drama que el hacerse cargo. Pero yo empiezo a creer que un líder que no se frustra, o ya le dejó de importar o dejó de escuchar. Y eso sí que es un riesgo. Porque como dice Drexler en su canción:

“Cada uno da lo que recibe,

luego recibe lo que da.
Nada es más simple.
No hay otra norma.
Nada se pierde.
Todo se transforma.”

Tal vez no podamos quitarnos todas las piedras del camino, pero sí podemos aprender a detenernos de vez en cuando, sacudir el zapato, ver qué hay allí. En ese gesto sencillo, casi doméstico, hay más sabiduría de la que creemos, ¡sentate, pará, respirá!

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Y quién sabe, quizás la próxima vez que sintamos esa molestia sutil en el alma no intentemos ignorarla, si no que la miremos con curiosidad, porque frustrarse no es fallar, es otra forma de estar vivo.

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