Caemos fácilmente en la tentación de confundir la fortaleza de los valores y principios para un buen vivir en comunidad, con las opiniones y la libertad de pensamiento. Son asuntos muy distintos, aunque se conectan, por supuesto, y guardan la debida interdependencia.
Los valores y principios están plantados bien hondo en nuestra identidad, cultura, creencias, acciones y comportamientos, y dan forma a nuestra manera particular y única de ponernos en el mundo. Las opiniones son, en cambio, algo más superficial que puede moverse de acuerdo con nuevos conocimientos, experiencias, vivencias y relaciones. Por eso, es perfectamente posible que un grupo social determinado pueda compartir unas mismas normas y valores, y, a la vez, tener opiniones diametralmente opuestas acerca de algo.
El ser humano goza de la libertad de pensamiento y es por eso por lo que moldea sus ideas, interpretaciones y juicios para mejorar o variar las opiniones.
Las libertades de pensamiento y opinión tienen detrás otra libertad mucho más íntima y profunda que las determina; me refiero a la libertad de conciencia. Allí se presentan oposiciones y contradicciones en ciertos momentos, ante determinadas acciones y decisiones. Esa convicción íntima se resuelve hacia afuera a través de la objeción de conciencia que nos permite impulsar nuestra negación rotunda acerca de un tema o situación concreta. Es el derecho inalienable a la resistencia y a la desobediencia civil y responsable, a partir de una coherencia interna. Y es deber de los estados y gobiernos el respetar y proteger a los objetores de conciencia que asumen esa decisión por motivos religiosos, culturales o sociales.
Pero es un error interpretar como debilidad de carácter el que alguien cambie de opinión, puesto que ello puede ser, claramente, el resultado de un enriquecimiento interior, de un desarrollo conceptual o vivencial que impulsa nuevas miradas y posturas. Aunque parezca un chiste, debe ser por ese derecho a que nuestras opiniones e interpretaciones varíen con el tiempo que casi todo fuera pecado cuando éramos niños y ahora de adultos casi nada lo sea.
Se trata de un cierto relativismo de adaptación del entendimiento que, sin embargo, sigue preservando en lo más hondo la marca indeleble de innegociables valores y principios. Como diría Savater, “cada cual es hijo de su época”, y por eso las opiniones cambian; pero no significa, por supuesto, que todo se valga, porque eso llevaría a la ley de la selva y al reinado del caos social.
Cada vez que pretendamos descalificar la libertad de conciencia, pensamiento u opinión de otra persona, sería sensato y responsable ponernos en su lugar y sentir en carne propia, así sea momentáneamente, la vulneración, el desprecio o la invisibilización de nuestra dignidad, aprecio y valor, que tal descalificación significa.
Vale la pena repetir que una de las mayores canteras de conflictos grandes y de duras discusiones se da porque confundimos los hechos con el mundo de las opiniones. Los hechos son reales, concretos, objetivos, medibles; en cambio, las opiniones son abstractas, subjetivas, dependen de las sensaciones, emociones, interpretaciones, impresiones, y por eso no son verdades únicas, tienen una alta volatilidad y dependen de muchas variables. Por lo tanto, se abre un mundo amplio y maravilloso ante nosotros, cuando entramos en interacción con otros y somos capaces de poner en suspenso nuestras construcciones mentales, mientras practicamos la escucha activa. O lo que es lo mismo, escuchamos sin estar al mismo tiempo pensando en lo que queremos decir a continuación porque eso sería una sordera selectiva.
Esa confusión entre hechos y opiniones es lo que hace difícil el diálogo alrededor de temas polémicos como el arte, la política, la religión, el deporte. Tendemos de manera casi automática e irreflexiva a privilegiar nuestras opiniones por encima de las de los demás, como si las nuestras fueran verdades y no simples opiniones.
Como seres sociales que somos, tenemos la predisposición al encuentro con los demás, para entrar en el juego de la intersubjetividad, del diálogo: para ponernos de acuerdo, para construir juntos, para establecer límites, para no confundir nuestro monólogo interior con la realidad de los otros.
Es difícil más no imposible el arte de vivir juntos, acompañándonos sin invadirnos. Pero siempre será necesario reconocer el espacio propio de las opiniones. Y vale la pena entonces recordar las sabias palabras del poeta español José Bergamín: “si yo fuera un objeto, seria objetivo; como soy un sujeto, soy subjetivo”.