Después de ser bautizado por Juan Bautista, Jesús se retiró al desierto durante 40 días. Esa experiencia de silencio, soledad y ayuno es la que da origen a lo que hoy el mundo cristiano conoce como la Cuaresma.
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Pero, el desierto no es solo un lugar físico, ni el ayuno se limita a no comer carne los viernes. El ayuno es una práctica milenaria, presente en tradiciones tan diversas como el hinduismo, el judaísmo, el islam y el cristianismo. Y en todas estas culturas no se presenta como un castigo, sino como una búsqueda de claridad.
Ayunar es un gesto voluntario de renuncia: dejar de lado lo que parece indispensable, para recordar lo que realmente nos sostiene, para recordarnos que no solo de “pan vive el hombre”. Al hacerlo, nos confrontamos con el vacío —no como carencia, sino como apertura—. Una apertura hacia lo esencial, en la que se disuelven las máscaras, cesan las distracciones y emerge una pregunta incómoda pero vital: ¿quién soy cuando ya no tengo nada que me defina?
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El paso de Jesús por el desierto fue una decisión consciente y con un propósito claro de preparación y confrontación espiritual. Preparación que luego le permitió realizar su misión—que partió la historia en dos, literalmente—. Fue deliberadamente a olvidarse de sí mismo, para encontrarse. A perderse en el desierto para hallarse. A ordenar su interior antes de emprender su camino de servicio público.
“El único viaje verdaderamente revolucionario no es hacia fuera, sino hacia dentro de uno mismo”,
Gonzalo Arango.
¿Y nosotros? Lo digo desde mi propia experiencia: solemos vivir evitando el desierto.
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Le tememos al silencio, al vacío, a encontrarnos. Preferimos el ruido, el movimiento constante, la agenda llena. Confundimos plenitud con ocupación, y nos mantenemos ocupados como un acto de postergación al tener que enfrentarnos a lo que realmente somos cuando no estamos haciendo nada.
Pero el desierto es inevitable. Tarde o temprano llega —un llamado, una enfermedad, una ruptura, una crisis de sentido— y lo que hagamos allí, define quién seremos después.
El ayuno no es dejar de comer: es dejar de evadirnos. Es aprender a distinguir lo urgente de lo importante, a tener hambre de lo que realmente importa. Es dejar de buscar ser comprendidos, y empezar a comprender. Dejar de buscar ser amados, y empezar a amar (nos).
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Les confieso que fue hasta esta Cuaresma que realmente me detuve a pensar en su significado. No me considero religioso, pero sí en un camino espiritual. Y, comprendí que, más que un episodio bíblico en el que se narra una gran proeza, la Cuaresma es un llamado a buscar nuestro propio desierto.
Porque el desierto no es castigo. Es camino. Es posibilidad. Es reencuentro.